CUBA: ¿UNA TRANSICIÓN “SILENCIOSA”?
por Nelson Gustavo Specchia
Profesor Titular de Política Internacional
Universidad Católica de Córdoba
En abril pasado, me decía en La Habana una respetable y estimada poeta, símbolo de la cultura cubana contemporánea, en la minúscula habitación atiborrada que le sirve de domicilio: “No es tan importante que Fidel no aparezca en público para su cumpleaños. Pero para el aniversario de la revolución sí, ahí lo veremos. Si no aparece, no tengas duda: la transición habrá comenzado.”
El 26 de julio se cumplieron cincuenta y cuatro años del asalto al Cuartel Moncada, cuando el propio Fidel y un grupo de jóvenes iniciaron la lucha armada que terminaría derrocando a la dictadura de Fulgencio Batista, e instalando la revolución socialista en la isla. El 26 de julio es un símbolo de la vida política cubana, el más importante, donde se expresa la capacidad de autonomía y la capacidad de resistencia del sistema, esos dos pilares de su independencia.
Independencia no solamente de la antigua dictadura de los años ´50, sino, de manera especial, de la amenaza potencial y permanente de la intervención norteamericana. Por eso la liturgia política del régimen renueva su compromiso de mantener la revolución, cada 26 de julio, con la figura de Fidel presidiendo la escena y despachando esas andanadas verborrágicas de varias horas frente a un auditorio adoctrinado y militante. Hasta este año.
Para estas fechas, en 2006, al terminar su discurso ritual de conmemoración del asalto al Cuartel Moncada, Fidel se sintió mal. Acababa de regresar a Cuba desde Argentina, donde había asistido a la Cumbre del Mercosur, con discursos maratónicos (uno en Córdoba) y visitas a la casa del Che Guevara, en Alta Gracia, entre un sinnúmero de actos de una agenda demasiado ajetreada para un hombre de ochenta años. Esa misma noche sufrió una hemorragia intestinal, fue trasladado en helicóptero desde Holguín –donde había presidido la liturgia del aniversario revolucionario- hasta La Habana, y operado de urgencia el día 27. No ha vuelto a aparecer en público hasta hoy. Tres días más tarde delegaba, con carácter “provisional”, el gobierno y el poder en el Jefe de las Fuerzas Armadas, su hermano Raúl.
En los primeros tiempos, se remarcaban las características de provisionalidad de esta delegación de facultades, que sigue la línea de sucesión prevista en la constitución cubana, pero a medida que los períodos de tiempo se han ido estirando, aunque el carácter “provisional” no ha sido revocado, va quedando paulatinamente desplazado por la misma mecánica de los acontecimientos históricos. A pesar del hermético secretismo que rodea la enfermedad del Comandante, se ha sabido que las primeras intervenciones no tuvieron éxito, que durante meses fue alimentado por vía intravenosa, que hubo que realizar nuevas operaciones, un especialista español de renombre mundial fue llamado a la isla para que emitiera opinión, y hasta el propio Castro admitió que el proceso de su recuperación estaba resultando complejo.
A pesar de las declaraciones optimistas del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, que durante algún tiempo pareció asumir el rol de vocero oficioso del líder cubano, fue extendiéndose la sensación general de que Fidel no volvería a asumir las funciones de gobierno. Quedaba saber si, a nivel simbólico, se mantendría como la figura tutelar de la revolución, permaneciendo como guía, como orientador, de la administración. En este caso, las posibilidades de acometer algún tipo de reformas estructurales hubieran sido minúsculas. Pero su ausencia en los actos de aniversario de la revolución, así como las palabras del presidente interino en esa fecha cargada de simbolismo, parecen confirmar aquellas palabras de mi apreciada poeta en su piso del barrio de Habana Centro: alguna transición ha comenzado. Lo que habría que analizar, entonces, es la profundidad y los alcances de esta transición sin ruido.
El mensaje de Raúl Castro ese día podría dar material para varias investigaciones en ciencia política. Ratificó la revolución, esto es, la continuidad del Partido Comunista de Cuba como administrador excluyente de la vida política de la isla, para advertir, inmediatamente después, que esa ratificación del rumbo implicará asumir con valentía y creatividad los cambios económicos que sean necesarios.
Seguramente con un ojo puesto en las transformaciones llevadas adelante por el Partido Comunista Chino, dijo que introducirá “cambios estructurales y de concepto” en la planificación nacional, especialmente en el sector industrial. Pero con otro ojo puesto en las penurias cotidianas de la escasez y del racionamiento, de las carencias en alimentación, en vivienda, en oportunidades laborales, en transporte y en elementales niveles de bienestar de la sociedad cubana, afirmó que los cambios en la producción de bienes, especialmente del sector agropecuario, serán profundos: se estimulará la productividad de los campesinos, muchos de los cuales trabajan las fincas de su propiedad. Estos cambios deberían conducir a aumentar la cantidad de productos destinados al mercado interno. Aunque Raúl Castro espera transformaciones integrales, también anuncia que serán graduales, “sin soluciones espectaculares.”
Adoptando una postura realista, que ya se menciona como uno de sus rasgos de conducción diferenciadores, el presidente interino esbozó un plan de gobierno que se aleja de la ruptura con la conducción de su hermano Fidel (que algunos esperaban en los primeros momentos de alejamiento del líder histórico), pero que también reacomoda las modalidades del proceso, abriendo la perspectiva del cambio: “tenemos el deber –dijo- de transformar concepciones y métodos que fueron los apropiados en su momento, pero que han sido ya superados por la vida.”
Estas transformaciones serán acompañadas de nuevos modos de relacionarse a nivel internacional. En este campo, Raúl Castro admitió que el gobierno planea incrementar la inversión extranjera en la isla, para terminar ofreciendo un “ramo de olivo” a la administración norteamericana. No a la actual, claro, que lo desecharía sin miramientos, sino a la que surja de las elecciones del año próximo, en que los demócratas se muestran tan confiados de volver a ocupar la Casa Blanca.
Una transformación económica, de aumento de producción y mejora en la distribución, gradual y escalonada, con mayores márgenes de participación privada y de inversión extranjera. Pero manteniendo el timón estatal, el partido único, y el control. De apertura política y juego democrático, nada todavía. Una transición silenciosa, demasiado silenciosa.
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