jueves, 3 de enero de 2008

Benazir


BENAZIR




Por Nelson Gustavo Specchia

Benazir Bhutto ha caído. El chal blanco sobre la cabeza de esta mujer temeraria y valiente se había transformado, durante un breve lapso de tiempo, en una esperanza de transición hacia algún tipo de estabilidad y paz social en la región más conflictiva del planeta. El magnicidio de su muerte, el 27 de diciembre en Rawalpindi, fuerza a desechar ese atisbo de esperanza, y abre este nuevo año con una perspectiva sombría para la agenda de seguridad y de avance democrático en el orden internacional.

La historia de los procesos políticos en el Asia meridional ha estado signada por la violencia. Una violencia que no ha hecho sino aumentar progresivamente desde la transformación de sus sociedades premodernas –basadas en códigos étnico-religiosos y en estructuras tribales- hacia los modelos de Estados republicanos según el canon occidental. La historia contemporánea de Pakistán se ajusta a esa tesis: la guerra interna, los conflictos interétnicos, y la irrupción de golpes militares que originaron sucesivos períodos dictatoriales, dibujan su breve derrotero como república independiente, de apenas sesenta años, desde que se desgajara de la India en marzo de 1947. Los atentados, el asesinato, y la ejecución de líderes, han sido una constante desde entonces. Solamente en el año que acaba de terminar, se han contabilizado más de 800 muertes violentas por motivos políticos.

Teniendo estos condicionantes de largo plazo como telón de fondo (las “cuentas largas de la historia”, como decía Octavio Paz), los tres tiros en la cabeza y la explosión de un hombre-bomba que acabaron con Benazir Bhutto pueden ser analizados como parte de una metodología, de una perversa manera de participar en la arena política. Condenable y conflictiva, pero parte estructural de las formas y los modos en que se desenvuelve la lucha por el poder en la región.

Pero desde otro ángulo, el de las “cuentas cortas” de este momento histórico, la muerte de Benazir es un tremendo paso atrás en, al menos, tres dimensiones: en la seguridad global, en el avance democrático de derechos y libertades, y en la igualdad de género –especialmente en un contexto cultural cerradamente masculinizante y opresor.

Porque a Benazir la mataron por ser mujer. No solamente, pero “también” por ser mujer. Una mujer, además, bella, libre y culta; educada en las universidades de Harvard y de Oxford, con una fuerte apuesta por la transición ordenada hacia una democracia secular en Pakistán, con importantes reformas de los servicios públicos a nivel de la asistencia social (de los 165 millones de pakistaníes, el 74 % vive con menos de un dólar diario), de la educación (en las áreas tribales, el analfabetismo promedio es del 70,5 %, y en las mujeres trepa hasta un 97 %), y de la salubridad. Y, muy especialmente, con una agenda concreta y de avanzada para enfrentar la discriminación social de las mujeres en todos los órdenes.

Una mujer con este programa en la conducción de un país –y de sus fuerzas armadas- mayoritariamente musulmán, resultó intolerable para los colectivos fundamentalistas enraizados tanto en la oposición como en el propio régimen autocrático del presidente Pervez Musharraf. Esa es la razón de su muerte violenta, independientemente de quién o quiénes hayan sido los autores materiales del magnicidio.

En cuanto a la seguridad global, Benazir Bhutto había asegurado que perseguiría al fundamentalismo islámico asociado a las redes de Al Qaeda y a los talibán. Estos sectores –y los grupos rebeldes e islamizados del ejército pakistaní- se le aparecían como los responsables de la inestabilidad interna, y de que el país se estuviera convirtiendo –aceleradamente- en el polvorín de toda Asia meridional, con las esperables proyecciones hacia Medio Oriente, la península arábiga, y el África del Norte.

Este cambio de rumbo en su percepción hacia los sectores islamistas, a los que había favorecido abiertamente en sus dos períodos como Primera Ministra (1988-1990 y 1993-1996), en una estrategia de afianzamiento de su país, tanto sobre la India (con el contencioso de Cachemira) como sobre Afganistán. Sin embargo, desde el exilio británico afirmó que cuando volviera a gobernar permitiría el ingreso de tropas de la OTAN para perseguir a Al Qaeda en los “santuarios” montañosos del noroeste pakistaní, así como del Organismo Internacional de Energía Atómica para inspeccionar un arsenal calculado en un centenar de bombas nucleares.

Hubieran sido dos pasos importantes en el camino, cada vez más arduo, de la estabilidad y el orden mundial. Su muerte deja la agenda internacional abierta en un signo de interrogación. Con mayúsculas.