EUROPA – AFRICA:
LA DIFICIL VECINDAD
por Nelson Specchia
La Unión Europea, una de las más firmes avanzadas del mundo desarrollado, no logra acertar el rumbo en las relaciones con su inmenso vecino del sur, el continente africano, que sigue ocupando siempre el vagón de cola de cualquier medición sobre crecimiento económico, justicia, desarrollo, derechos humanos, salud, estabilidad política, o paz social.
A pesar del inmenso lastre que estos indicadores imponen a los países africanos, los temas principales de la agenda internacional, como el cambio climático, el crecimiento del terrorismo de base islámica, las reservas energéticas globales, o la sangría permanente de inmigración ilegal hacia el norte –temas todos que cruzan de alguna manera por el continente negro-, imponen la presencia de la región en las consideraciones estratégicas del “primer mundo”.
Europa, además de la cercanía geográfica que la convierte en destino privilegiado de las actuales masas de migrantes (10 millones de jóvenes africanos ya se han trasladado al viejo continente, utilizando a España e Italia como principales puertas de entrada), reconoce una deuda histórica con África: la actual atomización política y social africana tiene un precedente determinante en el colonialismo extractivo europeo de los siglos XVIII y XIX. Un proceso colonial que sucedió –a su vez- al rapto de inmensos contingentes de mano de obra esclava perpetrado por las mismas potencias europeas en los siglos anteriores.
Esta responsabilidad histórica y esta importancia estratégica creciente, hacen que la atención de las cancillerías europeas, y un capítulo entero de la política exterior de la Unión Europa como organización, centren su mirada en la costa sur del Mediterráneo. Procesos como la Conferencia Euromediterránea, que se lanzó por iniciativa de Felipe González en Barcelona en 1995, o la propuesta del presidente francés Nicolás Sarkozy del pasado mes de mayo, de creación de una Unión Mediterránea entre los países europeos y africanos ribereños de ambas costas, apuntan en ese sentido.
A principios de este mes de diciembre, la diplomacia de la Unión Europea convocó a una Cumbre en Lisboa. Portugal detenta la presidencia semestral de la organización continental, y el primer ministro luso, José Sócrates, recibió en la capital portuguesa a cerca de ochenta jefes de Estado y de gobierno, europeos y africanos, incluyendo al líder libio Muammar el Gaddafi, que no es ni jefe de Estado ni de gobierno, sino simplemente “Gran Hermano de la Revolución”.
Gaddafi, con sus movimientos estrafalarios (tres grandes aviones para movilizar a una comitiva de más de cien personas, y la necesidad de proveerle un espacio verde allá adonde vaya, para que instale su tienda de beduino –la “jaima”-, único lugar donde acepta residir, siguiendo la tradición de las tribus del desierto), ha dado el toque de color a la reunión. Pero más allá de su presencia y sus encendidos discursos anticolonialistas, (“Europa debe devolver los recursos robados a África… o bien invitar a los africanos a Europa”) la Cumbre entre los difíciles vecinos mediterráneos ha intentado colocar nuevamente en agenda los temas más acuciantes para los africanos; los que, a su vez, impactan directamente en las consideraciones de seguridad interna de la organización europea.
Por ello el lema convocante de la Cumbre ha sido “paz y seguridad”, y la UE ha expresado que la reunión –primera tras siete años de inactividad bilateral- intenta establecer nuevas modalidades en la relación entre ambas costas, en un plano de mayor horizontalidad, y donde los vestigios de aquella historia de colonialismo y sumisión sean definitivamente enterrados. Esta nueva relación dialogal entre vecinos, aseguran, redundará en beneficio mutuo, al colaborar con el desarrollo de los países africanos, y regularizar los masivos movimientos migratorios ilegales hacia el norte.
La realidad de la política internacional es siempre más compleja que las buenas intenciones expresadas en el plano discursivo. A principios del año próximo expiran los acuerdos comerciales de Cotonou –que regulan las transacciones de comercio exterior entre los países africanos y Europa-, y la UE espera firmar unos nuevos tratados con los vecinos del sur antes del 31 de diciembre de este año. Estas nuevas propuestas de acuerdos pretenden la reducción recíproca –con vistas a la supresión total- de aranceles y cuotas de importación de productos básicos y manufacturados, entre ambas partes.
Como vienen expresando diversas organizaciones vinculadas a la ayuda social en África, como la ONG de los jesuitas catalanes “Intermon”, una liberación comercial rápida entre dos socios de desarrollo tan diametralmente desigual, implicará pérdidas enormes para los productores africanos, especialmente en el sector de la agricultura, que sigue estando fuertemente subvencionada en Europa por vía de la PAC (Política Agraria Común).
Una desigualdad, además, incontrastable: la diferencia de renta entre ambas orillas del Mediterráneo es de 14 puntos, la más desigual del mundo; el ingreso per capita de los habitantes del África subsahariana es, en promedio, de 350 dólares al año, 50 veces inferior al de los europeos; 2 de cada 3 enfermos de SIDA del mundo son africanos; la media de esperanza de vida en todo el continente negro es de 46,3 años, para los europeos, de 90 años.
Y en este contexto tan inequitativo, la filosofía de liberalización comercial, en vez de constituir un factor de crecimiento, justicia e igualdad para las sociedades africanas, puede agudizar aún más su pobreza y marginación.
Europa debería analizar muy detenidamente las consecuencias a mediano y largo plazo de sus iniciativas para con el gran vecino del sur, y tener presente las lecciones históricas. No sólo es una cuestión estratégica de seguridad interna para la Unión Europea, sino de estricta justicia, e impactará en el rol que la organización continental pretende jugar en la política internacional global.