EL ZAR SE CAMBIA LA ROPA
Cualquiera sea el nombre que adopte (Imperio Ruso, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Asociación de Estados Independientes) la Madre Rusia ha sido desde siempre una tierra donde la personalización del poder, y la identificación de la autoridad con la figura del líder nacional, han tenido una fuerza sin correlato en Occidente. Desde Iván el Terrible a Lenin, desde Catalina la Grande a Alejandro II Romanov, desde Stalin a Yeltsin, la fuerte base personalista del poder ha signado la política rusa.
Vladímir Vladimirovich Putin no es una excepción a esta característica distintiva de encarnación de la autoridad central en la persona del jefe del gobierno eslavo; lo excepcional, si acaso, ha sido la manera en que él y la elite dirigente que lo ha acompañado en la última década (que pasó, sin transición, al Kremlin desde las oficinas del KGB, el viejo servicio secreto soviético) han diseñado para conservar el ejercicio del poder, incrementar la parcela de discrecionalidad en los escenarios decisorios, disminuir al mínimo (o directamente extinguir) cualquier posibilidad de disenso crítico o de alternancia de opciones diferentes, y utilizar las normas constitucionales del andamiaje democrático para permanecer en el gobierno hasta la tercera década del presente siglo, por lo menos.
El jueves de la semana pasada, 8 de marzo, Putin se cambió de ropa: dejó la muda de Presidente que ha vestido en los últimos ocho años, para calzarse el traje de Primer Ministro, con el que pretende seguir marcando el ritmo de la vida política rusa. Su “delfín”, el joven abogado (tiene 42 años, 13 menos que Putin) Dmitri Medvédev había asumido la Presidencia rusa unas horas antes, y su primer acto de gobierno fue proponer a la Duma –la cámara baja de la federación- al Presidente saliente para el cargo de Primer Ministro, propuesta que fue inmediatamente aceptada por aclamación: de los 448 diputados de la Duma, 392 votaron a favor del nuevo cargo con que Vladímir Putin extenderá su permanencia en el Kremlin.
De esta manera, como digo, se mantiene la formalidad del andamiaje democrático: Putin no vulnera la Constitución, que sólo le permite dos mandatos consecutivos de cuatro años; pero asegura, mediante la creación de este tandem con Medvédev, una larga permanencia en el poder: podría volver a la Presidencia en 2012; tras extender el mandato de la primera magistratura a siete años, como ha anunciado, y una reelección sucesiva, alcanzaría a gobernar hasta 2026, cuando podría volver su “delfín” y ocupar el Ejecutivo nuevamente, al menos hasta el 2033. Un modelo de retención del poder para esquivar la alternancia democrática, que bien puede hacer escuela, y generar discípulos en tandems políticos (matrimoniales, familiares, partidarios) de otras latitudes.
El dueño de la transición
Para lograr esta concentración de poder, Putin ha tenido que apropiarse de la transición post-soviética iniciada en 1991, y amoldar los rumbos –que en algún momento parecieron apuntar hacia la modernización y la democratización del gran país- hacia sus horizontes personales. Las herramientas que esta nueva versión posmoderna del “zar de todas las rusias” ha diseñado, para forzar la transición hacia un modelo de funcionamiento político bajo su égida personal, han sido de tres tipos: el partido Rusia Unida, la renovación del nacionalismo, y las enormes reservas energéticas y estratégicas.
Rusia Unida (RU) ha sido el instrumento electoral de Putin, aun permaneciendo él formalmente separado de la estructura del partido (nunca se afilió, por ejemplo), jugando con el rol de figura tutelar, de patriarca, con cierto desapego y distancia de la maquinaria de campaña y de votos. A pesar de que encabezaba la lista de candidatos a diputados en las elecciones del 2 de diciembre del año pasado, se negó a participar en debates públicos, y puso a disposición de RU enormes recursos del Estado, principalmente de los medios de comunicación controlados por el gobierno.Al mismo tiempo, llevó a cabo una reforma de la ley electoral que elevó la barrera mínima para entrar al Parlamento (del 5 al 7 por ciento de los votos totales), y dejó sin efecto la representación por circunscripciones regionales (que representaban el 50 por ciento de la composición de la cámara, y aseguraban una alta presencia independiente en el Legislativo). Por último, puso tantas condiciones a los observadores internacionales, que la Oficina de Instituciones Democráticas y Derechos Humanos, de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), habitual garante de la limpieza de los procesos electorales en la región, canceló el envío de sus observadores.
Con estas características, RU se alzó con una rotunda victoria, con un 64,1 por ciento de los votos a diputados en diciembre. En el segundo lugar, el Partido Comunista apenas sumó un lejano 11,6 por ciento, y hasta Andréi Lugóvoi –el ex agente del KGB acusado por la policía británica de ser el asesino del disidente Alexandr Litvinenko, envenenándolo con Polonio 210- obtuvo su escaño, y su inmunidad, en la Duma. En las presidenciales del pasado mes de marzo, en unas pseudo elecciones que eran apenas algo más que un trámite (y también sin observadores de la OSCE), RU obtuvo un 68,6 por ciento para el “delfín” Dmitri Medvédev. Y como en realidad estaban planteadas como un plebiscito sobre la gestión de Putin, esa misma noche éste manifestó que le asistía “el derecho moral” de controlar la gestión del nuevo gobierno: era el anuncio de su continuidad en el poder.
Alejar las “narices de occidente”
El paño del nacionalismo, por su parte, se despliega a placer y conveniencia, y dos son las armas discursivas utilizadas por el líder para avivar la llama patriótica: la recuperación del poderío militar ruso, y las protestas por “los intentos occidentales de saquear” a la Madre Rusia. En su discurso de asunción como Primer Ministro, anunció la suba más espectacular del presupuesto militar de los últimos tiempos, para apoyar a los diferentes cuerpos en activo de las Fuerzas Armadas (que vienen recibiendo unos 300 tipos nuevos de armamentos desde 2001), y destinados a la construcción y puesta en funcionamiento de unidades submarinas, de bombarderos y misiles estratégicos; y –como era de esperarse- dirigidos a financiar un complejo sistema de defensa antiaérea, en clara respuesta al proyecto de instalación de puestos misilísticos por parte de Estados Unidos en Polonia y en República Checa. Para ilustrar simbólicamente este retorno a posiciones militares de otros tiempos, el Presidente Medvédev acaba de presidir un desfile en Moscú, con ocasión del aniversario de la victoria soviética sobre los nazis, donde se mostraron las más mortíferas piezas en servicio de la defensa nacional, incluyendo misiles con ojivas nucleares; y a los soldados rusos ataviados con su nueva vestimenta: un uniforme adaptado a esta nueva época, diseñado por el modisto eslavo top, Valentín Yudáshkin. Una muestra de poderío y de orgullo nacional que no se había vuelto a ver desde los tiempos de la “guerra fría”, previos a la disolución de la URSS.
Pero ha sido en los recursos energéticos donde Vladímir Putin ha encontrado su herramienta de política exterior privilegiada, muy especialmente en relación con los vecinos del occidente europeo. La dependencia gasífera de Europa respecto de Rusia es tan concentrada, que los intereses económicos le hacen perder el fiel de esa balanza tan cara a los europeos, donde pesan los derechos humanos, las cláusulas democráticas, y las libertades individuales y colectivas.
En este debate entre moral política y necesidades económicas, son especialmente los nuevos socios del borde oriental de la Unión Europea, que en el pasado estuvieron bajo la tutela soviética, quienes más se resienten por la flexibilidad en las posturas de Europa, y quienes, a su vez, se constituyen en piezas preferentes de las negociaciones y transacciones diplomáticas del gigante ruso.
La puja de política internacional con base en recursos energéticos comenzó en 2005, cuando Rusia prohibió las importaciones de carnes y verduras procedentes de Polonia, una economía básicamente rural y primaria. Como consecuencia, Polonia vetó luego un acuerdo de toda la UE con Rusia para la provisión de energía, y cada Estado europeo debió negociar bilateralmente la continuidad en el aprovisionamiento del gas ruso. Estas condiciones fueron aprovechadas muy eficazmente por Putin, que continuó luego con el mismo esquema, ordenando cortes puntuales de gas o de petróleo a Lituania y a Estonia, y a otros países también fronterizos pero no miembros de la UE, como Ucrania y Bielorrusia. Y no solamente las restricciones: el trazado de los gasoductos también se convierte en moneda de cambio, como los recientes acuerdos con el gobierno griego para el paso del ducto por su territorio, a costa del trazado proyectado por la Unión Europea.
Caminar con el oso ruso
Como fruto de este rediseño de la transición para hacerla coincidir con su proyecto personal, Vladímir Putin tuvo la oportunidad de conducir a una sociedad traumatizada por siete décadas de gobiernos autoritarios, y por unos ensayos confusos y desordenados de salida del comunismo, en una ruta clara hacia la modernidad, el juego democrático, la vigencia de los derechos humanos, civiles y políticos. La coyuntura económica que le tocó, con subidas exorbitantes en el precio del petróleo, le hubiera permitido iniciar profundas reformas sociales, en el sistema de salud, en las retribuciones del trabajo, en el diezmado sistema de pensiones, en la enseñanza básica y media, y en las infraestructuras. Pero Putin perdió esa oportunidad. Las mafias siguen creciendo en Rusia, adueñándose de empresas y sectores enteros de la vida económica. Según la ONG Transparencia Internacional, en los últimos ocho años Rusia ha caído del puesto 82 al 143 en el ranking internacional de honestidad y transparencia. La justicia ha perdido completamente la independencia, virando hacia la función de repartición administrativa del Kremlin, lo que permite que opositores como Mijaíl Jodorkovski se pudran en las cárceles, o que asesinatos como el de la periodista Anna Politkóvskaya o Alexandr Litvinenko sean imposibles de juzgar.
Putin ha esbozado un discurso de gobierno, en su nuevo traje de Primer Ministro, centrado en el aumento del producto bruto interno y del gasto militar. El mismo día, el Presidente Medvédev anunció que sus prioridades serán el crecimiento de las libertades cívicas y económicas, el respeto a la ley y a las normas internacionales, y devolverle a Rusia un rol primordial en el desarrollo tecnológico y en el liderazgo intelectual. Más allá de los cambios de ropa y de la coreografía entre los dos ocupantes del Kremlin, Occidente debería escuchar con mucha atención las palabras del Presidente, caminar a su lado en las organizaciones y en las instancias globales, e intentar que su anunciado respeto a la legalidad internacional sea, en la medida de lo posible, el borde del sendero que nos toca transitar juntos.