jueves, 8 de mayo de 2008

El ocaso del laborismo inglés


EL OCASO DEL LABORISMO INGLÉS


Por Nelson Gustavo Specchia


Es aún temprano para afirmaciones taxativas, pero las recientes elecciones municipales en Gran Bretaña muestran que el control del gobierno por parte de la izquierda laborista está siendo cuestionado, y que, tras una década alejado del poder, el Partido Conservador ha recuperado una porción suficiente del electorado como para volver a ocupar la sede de Downing Street tras las elecciones de 2010.

El primer ministro británico Gordon Brown fue elegido por lo diputados hace apenas diez meses, el 27 de junio de 2007, como sucesor de Tony Blair en la conducción del Partido Laborista y en la cabeza del ejecutivo. En ese momento, tras el desgaste mediático, la decadencia del liderazgo, y el cansancio que acumulaba Blair después de una década de gobierno, Brown aparecía como un ramalazo de aire fresco, un hombre mesurado, de gran capacidad administrativa, sensato, políticamente muy sólido, y prudente con los números.

Sin embargo, y a pesar de esta recepción esperanzada, el primer ministro ha llevado al laborismo a un desastre electoral en las primeras elecciones a las que hace frente en ejercicio del cargo, cosechando los peores resultados para su partido en los últimos cuarenta años.

En las elecciones del jueves de la semana pasada, el Partido Laborista apenas obtuvo un 24 por ciento de los votos, quedando relegado a un tercer lugar (inclusive por detrás del Partido Liberal-Demócrata, que obtuvo un 25 por ciento), y a unos largos veinte puntos del Partido Conservador, que se alzó con una aplastante victoria al acumular un 44 por ciento del total de sufragios. Con estos porcentajes, la relación de fuerzas en las municipales cambia la inclinación del mapa político británico: los conservadores ganan 256 concejales y 12 ayuntamientos (llegando a sumar 65 en todo el país); mientras los laboristas pierden 331 representantes locales, y dejan el poder en 9 distritos (conservando sólo 18). Y como si esta debacle no fuera de por sí suficientemente expresiva, el simbólico distrito de la capital ha pasado también a manos conservadoras, con el popular Boris Johnson desplazando de la alcaldía de Londres al rebelde laborista Ken Livingstone.

Ninguna encuesta ni estudio politológico previo hacían esperables estos resultados, y todo parece indicar que expresan, más allá de la coyuntural alternancia del bipartidismo británico en los gobiernos locales, un cambio en el humor político de los ingleses, que puede tener su correlato en las próximas elecciones generales, volviendo a colocar a un premier “tory” en el gobierno.

Las causas de este terremoto político hay que buscarlas, creo, básicamente en la personalidad de los dirigentes, en las características que definen el liderazgo, más que en puntuales diferencias de programa o de perspectivas de cambio político.

Tony Blair, tras arrebatarle el gobierno a John Major en 1997 (los “tories” retenían el poder desde el acceso de Margaret Thatcher, en 1979), había anunciado transformaciones de fondo, y el inicio de un nuevo tiempo. Inclusive de una nuevo partido, transformando a la vieja izquierda de posturas trasnochadas e inviables, en el “new labour”: socialdemocracia, mercado, impuestos sin subidas espectaculares, y una dosis optimista de europeísmo. Sin embargo, pocas de estas expectativas y promesas pasaron a convertirse en ítems reales de la vida política inglesa. La “tercera vía” blairista se empantanó en sus intentos de cambiar las reglas de juego económicas, se privatizaron importantes ramas de los servicios de salud y de educación, y el supuesto europeísmo mantuvo a los ingleses como una excepción en el proceso de integración de la Unión Europea (con el “cheque británico” impactando en los presupuestos, y el rechazo del euro). En definitiva, el “new labour” de Tony Blair rara vez logró traspasar el plano del discurso.

En las elecciones municipales de 2004, Blair le infringía al laborismo una derrota similar a la de la semana pasada, pero sacó de la galera una figura de renovación, que le permitió revertir los malos resultados electorales: su compañero de viaje desde el inicio de la gestión laborista, y responsable de la economía británica como canciller del Tesoro, el “Exchequer”: Gordon Brown.

Sin embargo, nada más asumir, Brown dejó de lado su carácter impasible de gestor serio y calmo, y ha mostrado demasiados puntos débiles en poco tiempo. Parece intentar imitar a Blair en sus conductas mediáticas, pero no tiene el carisma del ex premier, y no resulta convincente; da marchas y contramarchas según lo recomienden los resultados de las encuestas; la prensa especializada lo acusa de indeciso, de oportunista, y hasta de cobarde; y lo que era el mayor activo de su imagen –la defensa de los más desprotegidos mediante una política fiscal proporcional y redistributiva- se ha revelado como una estrategia bastante falaz, descubriendo que el verdadero objetivo de las reformas de impuestos era ganarse electoralmente a los sectores de clase media, aún a costa de penalizar a los trabajadores y a los de menores ingresos.

Frente a este panorama en el liderazgo “labour”, los conservadores recuperan la iniciativa, y su joven y dinámico líder, David Cameron, ya se perfila como la figura de recambio para el sillón delantero de la Cámara de los Comunes, y de la casa de las escaleras en el número 10 de la calle Downing.

Un silencioso y muy poco trascendente ocaso para toda una era.