OSETIA, ¿OTRO KOSOVO?
Por Nelson Gustavo Specchia
Profesor de Política Internacional de la Universidad Católica de Córdoba
Cuando hace pocos meses la diplomacia norteamericana, con el cuestionable apoyo de la Unión Europea, alentaba la secesión de la provincia serbia de Kosovo y propugnaba por su inmediato reconocimiento, advertimos desde estas páginas que tal partición en los Balcanes, sin un consenso internacional amplio (donde, por supuesto, estuviera también Rusia) no solamente era violatorio de la legalidad internacional, sino que actuaría de disparador de otras reivindicaciones secesionistas en el globo, desde el País Vasco a Abjazia, desde el Kurdistán a Osetia del Sur. Acaso no sea tan desquiciado pensar incluso en una argumentación, en el futuro, de los malvinenses en ese mismo sentido.
Esta semana, a tan poco tiempo de la declaración unilateral de la independencia de Kosovo, y tras el inmediato reconocimiento de los Estados Unidos y de prácticamente todos los países europeos (España es una de las pocas excepciones, y esto debido al peso en la política interior que tienen las discusiones con el nacionalismo vasco y con el catalán), Osetia del Sur, en el corazón del inestable Cáucaso, se ha sumergido en una guerra que, aún está por verse, puede avanzar hacia un enfrentamiento internacional de otras dimensiones. Si ello finalmente ocurre, la responsabilidad del Occidente desarrollado –tanto del “realista” norteamericano como del “idealista” europeo- no habrá sido en absoluto secundaria.
El desmembramiento de la Unión Soviética, desde fines de la década de los ochenta del siglo pasado, fue desprolija y caótica, y uno de los flancos más débiles de ese proceso estuvo en el borde sur, donde una multiplicidad de pueblos y sentimientos nacionales habían permanecido disimulados durante años a la sombra del gran imperio político, ideológico y militar soviético. Los osetios integran uno de esos pueblos, que en la partición de las nuevas fronteras quedaron divididos en dos comunidades: una franja norte dentro de la Federación Rusa, y un sector sur, dentro de la República de Georgia. Amén de esta división de facto, los osetios del sur mantuvieron su fidelidad a la Madre Rusia, a la que aspiran a integrarse, y en fechas tan tempranas como noviembre de 1989 declararon su autonomía de Georgia; ésta resistió a la desintegración y comenzó un conflicto de baja intensidad que se arrastró hasta 1992.
Ese hábil político que fue Eduard Shevardnadze, ocupando la presidencia de Georgia, logró congelar un status quo con Boris Yeltsin. Se creó una fuerza de paz conjunta, sin reconocimiento del reclamo soberanista osetio, pero que permitió la presencia del ejército ruso en la zona como “fuerza pacificadora”. Al año siguiente, en 1993, Mijaíl Saakashvili sucedió a Shevardnadze, y se planteó como prioridad el alineamiento de Georgia a Occidente: una alianza estratégica con los Estados Unidos, la incorporación de su país a la OTAN, y el sometimiento del separatismo osetio pro-ruso.
La Casa Blanca recibió con los brazos abiertos a este nuevo aliado, tan estratégicamente ubicado: una cuña entre Rusia y la también aliada Turquía, con puertos en el mar Negro, y por cuyas tierras pasa el oleoducto BTC (el único no controlado por Rusia, que transporta el crudo del Caspio desde Azerbaiján hasta el puerto turco de Ceyhan).Rusia, en un proceso de recuperación acelerado bajo la administración de Vladimir Putin (o de Medvédev-Putin tras el recambio presidencial) veía con creciente preocupación los acercamientos de Georgia a Occidente, pero parecía dispuesta a mantener el status quo pactado, hasta que Saakashvili le dio, el pasado viernes 8, la excusa perfecta. El ataque georgiano a la provincia separatista ha sido un tremendo error de cálculo, y ha disparado un proceso de final incierto.
En marzo de este año, Osetia del Sur comenzó a solicitar a la comunidad internacional un reconocimiento a su autodeterminación, con los principios con que esa misma comunidad internacional había aceptado la independencia de Kosovo. Pero ahora, cambiando en el aire el rasero con que se miden los intereses de aliados y adversarios, tanto los Estados Unidos como la Unión Europea afirman que la integridad territorial de Georgia no se discute y que sus fronteras son inviolables. Precisamente con ese criterio intentó Rusia detener la partición de Serbia, pero, mal que le pese a Occidente, la decisión que se impuso entonces es ahora un argumento demasiado fuerte para ignorarlo.
La ruptura de la legalidad internacional nunca es inocente. Tampoco es gratuita. Habrá que ver si Rusia hoy se limita a restablecer el statu quo, o –apoyándose en el antecedente de Kosovo- respaldará el nacimiento de un nuevo estado en el Cáucaso. Los escenarios que abriría esta segunda alternativa repercutirán, aún con mayor ruido, en otras regiones separatistas del globo.