miércoles, 27 de enero de 2010

Obama post Massachusetts
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por Nelson-Gustavo Specchia
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[ HOY DÍA CÓRDOBA, 28 / 01 / 2010 ]
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Si el parámetro para medir el paso del tiempo fuera, por ejemplo, el color del pelo del presidente norteamericano, cualquier observador podría concluir que Barack Obama lleva un largo trecho al frente de la primera potencia mundial. Del renegrido azabache que lucía en la fría mañana de su asunción, a la cabeza poblada de canas grises con que se lo ve en estos días, sin embargo, sólo ha pasado un año. Es que los tiempos políticos no siempre obedecen a las exactitudes de los ritmos calendarios.
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Obama, en efecto, acaba de cumplir en enero su primer año al frente de la Casa Blanca, y ayer, miércoles 27, rindió por primera vez las cuentas de su gobierno frente al pleno de ambas cámaras del Congreso, en el discurso del Estado de la Unión. Más allá de los calendarios, el prematuro encanecimiento del Presidente refleja las inéditas circunstancias que ha tenido que enfrentar en este primer cuarto de su legislatura. Después de haber despertado un sinnúmero de expectativas –prácticamente de tiempos refundacionales, de cambio de era- con su llegada al poder, antes de que pudiera comenzar a gobernar tuvo que maniobrar la primera economía del mundo frente a la amenaza de una nueva Gran Depresión global. Luego, intentó aplicar las grandes líneas de transformaciones políticas dibujadas en la campaña electoral, y la realidad –la fría y dura realidad política- las fue licuando una a una. Entonces, apoyado en la mayoría demócrata en el Senado (60 sobre un total de 100 senadores), se aferró a la reforma del sistema sanitario. Y a punto estuvo de conseguirlo. La semana pasada, con la sorpresiva y extravagante victoria republicana en el tan simbólico estado de Massachusetts, Obama perdió la mayoría en el Senado, y tendrá que aparcar (o directamente abandonar) también la transformación de la sanidad estadounidense.
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Entonces: con una popularidad en franco declive (ya cruzó la línea del 50 por ciento, y sigue bajando); con Guantánamo abierto a pesar de todas las promesas; sin una sola de las grandes reformas estructurales que profundizarían el sistema democrático; sin una respuesta contundente a las manos tendidas (al islam, a Rusia, al mundo árabe, a China) que vendrían a reubicar a la potencia hegemónica en diálogo con un contexto multilateral; sin haber podido cerrar la guerra de Afganistán (al contrario, habiendo tenido que aumentar el número de soldados), con el horizonte del caos de Irak y la posibilidad de un nuevo frente perfilándose en Yemen; con un bochornoso cierre vacío de la cumbre del clima en Copenhague; con la gran banca causante de la crisis económica internacional obteniendo ingentes ganancias; con la tasa de desocupación norteamericana clavada en la barrera del 10 por ciento (o sea, una cantidad de hombres y mujeres cercana a toda la población de la República Argentina); y sin haber podido tan si quiera conjurar el fantasma del terrorismo en los vuelos de línea sobre el territorio del Estado; ¿a qué se reduce el primer año de Obama? A poco. A casi nada.
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¿Sería correcto, atendiendo a ello, hablar ya de “fracaso”? Son varios los columnistas y los medios de prensa que –tanto dentro como fuera de los Estados Unidos- se aprestan a calificar con tan duros términos al Presidente. Algunos de estos críticos y comentaristas son los mismos que hace un año, cuando la victoria de Barack Obama, exageraron las expectativas y las posibilidades que se abrían con su llegada al poder. Para una evaluación más ajustada, en mi opinión, la cuestión debe mirarse en su compleja dinámica interna.
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La derrota de Massachusetts tiene un efecto más psicológico que de aritmética política, a pesar del pánico que ha despertado en las filas gubernamentales. Es cierto que se pierde la mayoría automática y, con ello, la capacidad de neutralizar la oposición de la cámara alta a las iniciativas del Poder Ejecutivo. Pero los demócratas siguen teniendo 19 curules más que los republicanos, y ese número de senadores les sigue reservando una capacidad de maniobra muy alta. Massachusetts siempre fue un bastión eminentemente demócrata, una de las regiones más cultas y progresistas del país, y prácticamente un feudo familiar de los Kennedy. El sitial que se acaba de perder lo ocupó JFK desde 1953 hasta su acceso a la presidencia, y luego su hermano Ted, desde 1962 hasta su muerte, el año pasado. Por esas ironías de la historia, el viejo senador Ted Kennedy fue uno de los más importantes impulsores de la reforma sanitaria, esa que ahora, con el republicano Scott Brown en su escaño, el gobierno deberá sacar de la agenda.
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Pero más allá de las lecturas simbólicas, los resultados de Massachusetts tienen, a mi criterio, tres interpretaciones principales: en primer lugar, son una ratificación de la madurez del electorado norteamericano, que mantiene el control del tiempo político, premiando o castigando con su voto los rumbos del gobierno. En este sentido, son una clara y abierta crítica a las prioridades de la Administración Obama. Un segundo punto, es la bocanada de oxígeno que este resultado le otorga a los republicanos, que viven un momento de acelerada recuperación de fuerzas, y ya comienzan a diseñar estrategias frente a las futuras elecciones legislativas, en noviembre de este año.
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Y en tercer lugar, la capacidad de reacción del Presidente, que en cuestión de horas acusó el impacto y el mensaje de las urnas, y comenzó a dar algunos golpes de timón. Éstos pudieron advertirse en el discurso del Estado de la Unión de ayer, centrado en el trabajo, la economía interna, la educación, y las ayudas y subsidios gubernamentales a la población más vulnerable; todo ello –y a ver cómo lo logra- congelando el gasto público durante tres años para reducir el déficit fiscal. Con estas rectificaciones, deja de lado las grandes reformas de fondo, para atender a las urgencias y las demandas de la política local: a estos quehaceres cotidianos lo han empujado los votantes de Massachusetts.
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No esperemos escuchar al Presidente, en los tiempos que vienen, planes sobre cambios estructurales, energías alternativas y limpias, profundizaciones en el sistema democrático, ni seguro sanitario universal. Por el contrario, como se lo pudo ver el pasado viernes 22 en Ohio, sin corbata, dirigirse a los trabajadores y volver a lo local: más empleo, ayudas para las hipotecas y para las familias con menores recursos, más control a las ganancias de los grandes bancos, becas para estudios, subsidios para los ancianos, y menos presión impositiva. Todo eso puede resumirse en un término bastante poco usual en Washington: clase media. Y, paradójicamente, es un discurso no muy distinto del que se escucha a diario en esta otra América, al sur del Río Bravo.
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El Obama que viene, encanecido prematuramente, golpeado por la distancia grande que media entre los sueños de campaña y la dura realidad política, empujado a rectificar una y otra vez, gestionará ahora una estrategia bastante más modesta que la de sus inicios, buscando efectos visibles y concretos sobre el ciudadano norteamericano medio. Cuando menos, hasta el primer martes de noviembre, día de elecciones legislativas de mitad de período. En este tránsito, el Obama protagonista de una nueva y más pareja arquitectura internacional también pasará a un discreto segundo lugar, hasta que vuelvan a soplar mejores vientos.
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nelson.specchia@gmail.com
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