Erdogan, un nuevo padre para los turcos
.por Nelson Gustavo Specchia
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Al final de la primera guerra mundial, el que había sido un vastísimo proyecto político musulmán se derrumbó estrepitosamente. El Imperio Otomano, corroído de burocracia, estancado en una pre modernidad que ya no encontraba lugar para acomodarse al nuevo siglo, y jaqueado por los alzamientos árabes al sur de Anatolia, se quebró y se vino abajo haciendo ruido. De las ruinas del coloso (que hundía sus tentáculos por el Este en los territorios turkmenos de Asia Central; había convertido la vieja capital del Imperio Romano de Oriente, Constantinopla, en la otomana Estambul; y por el Oeste había llegado a estar a las puertas de Viena), nació en 1923 la República de Turquía. El que provocó ese parto se llamó Mustafá Kemal.
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Kemal se imaginó un Estado moderno y occidentalizado, prohibió las babuchas en los pies, el fez –el gorro cónico de los hombres- y el hiyab –el pañuelo con que las mujeres se cubrían el pelo-, y cualquier otro elemento que remitiera a la cultura musulmana del antiguo orden. La religión islámica se extirpó de las esferas públicas (colegios, hospitales, oficinas administrativas), se relegó a la práctica familiar, y se la colocó bajo un estricto control del Estado. Turquía debía marchar a paso forzado, despegarse de los demás países musulmanes y poner rumbo a Europa. La revolución de Kemal fue profunda, cultural, y el general tuvo la precaución de dejar su legado atado a una institución que, desde entonces, se ha arrogado la tutela de la vida republicana: el Ejército. Por todos estos cambios, por la profundidad de las reformas, por haber terminado con la decadencia social y económica, y por reubicar al inmenso país en la ruta de la modernidad, Mustafá Kemal fue llamado Atatürk, “el padre de todos los turcos”.
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Hacia Occidente
La impronta marcada por el líder revolucionario se cumplió. La Turquía posotomana se unió al Consejo de Europa tras la segunda guerra mundial, en 1949, y con los primeros aires de la guerra fría tomó claramente partido por los Estados Unidos, sumándose a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) tan temprano como 1952. Luego, en 1961, se adscribió a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y en 1973 a la OSCE, la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa. Con todo esto, comenzó a solicitar su ingreso en firme a la Unión Europea (UE). Firmó un acuerdo de unión aduanera con la organización continental en 1995, y diez años después, en Bruselas, largaron las negociaciones formales para su plena adhesión. Ésta, sin embargo, año a año acumula nuevos estorbos, aplazos, dilaciones y remilgos (en estos días, capitaneados por Nicolás Sarkozy y Ángela Merkel).
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Lo que Atatürk no podía haber previsto, es que la ruta hacia Occidente tiene varios caminos, curvas complicadas, barreras, lomadas, y casi ningún atajo. Desde el lado de la Unión Europea, tantas idas y vueltas no pueden ocultar el hecho de que a los turcos no se los quiere en Europa: son muchos, son asiáticos y no son cristianos. Y desde el propio interior del país, con los años aquel Ejército progresista y laico se acostumbró al poder y se terminó convirtiendo en una instancia conservadora y retrógrada. Y la población, especialmente los habitantes de las extensas áreas rurales al oriente del Bósforo, estaban demasiado apegadas a sus tradiciones religiosas, más allá de lo que se ordenara desde Ankara o Estambul.
De los setenta millones de turcos, el 95 por ciento se confiesa musulmán (y de éstos, más de un 80 por ciento pertenece a la interpretación sunnita del Islam). Las mujeres quieren llevar puesto el hiyab no sólo en casa sino también en las universidades o en los actos públicos. Y sin renegar de la modernidad, una parte de la élite política comenzó a cuestionar la total escisión con los demás estados de mayoría musulmana; después de todo, los 1.700 millones que profesan el Islam (de los cuales mil millones viven en Asia) constituyen una población que necesariamente ha de pesar al momento de considerar los equilibrios políticos internacionales.
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Llega Erdogan
En este contexto, dos ex compañeros de la infancia, ilustrados, universitarios, demócratas, políglotas y pro occidentales, pero al mismo tiempo musulmanes y religiosos, fundaron en el año 2000 un nuevo partido político, Adalet va Kalkinma Partisi (AKP), el Partido de la Justicia y el Desarrollo, y se propusieron conjugar modernidad con tradición. Esos dos hombres, después de una nada fácil carrera (el Ejército, guardián de la ortodoxia laica, les ha puesto todos los escollos posibles) están hoy al frente de la República de Turquía: Recep Tayyip Erdogan es el primer ministro, y Abdullah Gül es el presidente. Junto a una tercera figura, la del intelectual y académico canciller Ahmet Davotoglu, diseñando la política exterior, están reposicionando a Turquía en un lugar inesperado: a la cabeza de la avanzada política de los países islámicos.
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La semana pasada, con el desproporcionado ataque del ejército israelí a los barcos que transportaban ayuda humanitaria a Gaza, los nueve cooperantes turcos muertos a quemarropa, la condena mundial al “baño de sangre” (según Ban ki Moon), y la reacción del gobierno turco, han puesto a la figura de Erdogan en el centro de atención del mundo islámico. Los niños nacidos en Gaza en estos días reciben el nombre del primer ministro, la causa palestina ha encontrado un nuevo abogado, las manifestaciones de musulmanes en las diferentes ciudades llevan pancartas con su rostro, en Gaza se organizó un funeral simbólico por los cooperantes muertos en nombre de Erdogan; en Líbano las movilizaciones corean “¡Alá, tú que eres misericordioso, proteje a Recep Tayyip Erdogan!”, y países en conflicto –como Irán- acuden a su mediación para intentar saltarse las condenas de los organismos multilaterales donde la postura norteamericana es dominante. Después de Kemal, los turcos han encontrado un nuevo padre común.
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La tentación del Califato
Vengo escribiendo sobre Turquía, en diferentes medios de prensa y en comunicaciones académicas, desde hace diez años. Estuve presente en esa noche de tensión y negociaciones urgentes en que la diplomacia británica logró en Bruselas superar los obstáculos de última hora y abrir las negociaciones para el ingreso formal de Turquía a la Unión Europea. He repetido ya muchas veces que la incorporación del gigante turco a la organización continental sería un paso positivo para todos: despejaría finalmente la idea de que Europa es un “club cristiano” que no acepta la diversidad, abriría la puerta de Occidente al diálogo y a la convivencia con aquellos experimentos democráticos en el mundo musulmán, y permitiría a los moderados y auténticamente demócratas habitantes de los países islámicos tener una referencia alternativa al extremismo de Al Qaeda y al falaz “choque de civilizaciones” al que parecemos condenados.
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La Turquía de Erdogan y Gül así lo han entendido, y se han movido con una auténtica voluntad política para integrarse a Europa. Los europeos, en cambio, no han sabido –o no han querido- aprovechar este momento y la oportunidad se está perdiendo. En 2005 había casi un 75 por ciento de adhesión a Europa entre la población turca, pero hoy ese porcentaje ha descendido ya a un 50 por ciento. Consecuentemente, las trabas, las dilaciones y las dudas de los líderes europeos han impactado en el gobierno de Ankara, que ha comenzado a desplazar la centralidad de la adhesión a la Unión Europea por otros objetivos estratégicos.
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Erdogan se encuentra girando el timón hacia Rusia, el Cáucaso, Irán, Siria, Irak, Líbano y los territorios palestinos ocupados por Israel. De este último, en los momentos altos de la occidentalización, fue uno de los principales aliados, pero el ataque a los barcos con ayuda humanitaria a Gaza ha cortado esa política, y Erdogan ha condenado al Estado de Israel en la cumbre regional de seguridad celebrada en Estambul el martes pasado, con el primer ministro ruso Vladimir Putin y el presidente de la República Islámica de Irán, Mahmmoud Ahmadinejad, junto a otros veinte líderes de países asiáticos rubricando el documento de condena.
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En el antiguo régimen, el sultán de Estambul ejercía la autoridad directa del Imperio Otomano, pero también la autoridad moral –un primus inter pares- del Islam. Ante la postura de los Estados Unidos de América y sus aliados occidentales, de protección a rajatabla de Israel, con su supremacía militar y sus agresivos métodos, la avanzada política del mundo islámico parece haber encontrado un nuevo líder en Recep Tayyip Erdogan. Puede ser una oportunidad para reencauzar el diálogo. Quizá una de las últimas.
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nelson.specchia@gmail.com
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