Vargas Llosa, la dimensión política de un Nobel de Literatura
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por Nelson Gustavo Specchia
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Leí “La guerra del fin del mundo” en Santiago de Chile, en el invierno de 1989. Los vientos llenos de agua del Pacífico chocan con la cordillera y largan la gota fría en esa temporada de lluvia y estío, de días cortos y noches que calan la humedad en cuentas largas. Hasta ese invierno tan duro y tan triste de mi vida, había leído poca cosa de Mario Vargas Llosa, el escritor peruano nacido en Arequipa el 28 de marzo de 1936, y a quien la Academia Sueca acaba de galardonar con el Premio Nobel de Literatura.
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Yo no había leído mucho de su obra, pero para fines de los ochenta ésta ya era vasta y cuantiosa, y seguiría aumentando desde entonces para rondar, mientras escribe hoy una nueva novela (“El sueño del celta”, cuyo lanzamiento está previsto para noviembre) el medio centenar de títulos, entre teatro, poesía, narrativa, ensayo, crítica y crónica periodística.
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Una obra tan vasta se estructura comenzando muy temprano y muy decididamente, y Vargas Llosa hizo ambas cosas. Su primer libro se editó cuando tenía 16 años; “La ciudad y los perros” lo catapultó a la fama con apenas 27; dos años después llegaría “La casa verde”, en 1965, y en otros dos “Los cachorros”. Para cuando cumplió los treinta años, el peruano era un escritor mundialmente reconocido, e inmerso, de lleno, en ese maremoto de las letras latinoamericanas que dio en llamarse “el boom”.
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Todos los escritores del “boom”, como hijos de su tiempo al fin y al cabo, ya sea por acción o por omisión tuvieron una importante presencia en la escena política de América latina –desde García Márquez a Onetti, desde Neruda a Borges, desde Cortázar a José Donoso, de Octavio Paz a Benedetti- y Vargas Llosa no quedó fuera de esa ola que impulsaba a los intelectuales a tomar partido por la política y las transformaciones sociales.
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Y el otorgamiento del Premio Nobel (hoy a él, ayer a algunos de los otros) también guarda una relación con los roles que cada uno decidió jugar en aquellos años.
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LA PROSA DENSA
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Decía que aquel triste invierno en que rehuía de la gente y me internaba en los parques de la ribera del Mapocho con el grueso lomo de “La guerra del fin del mundo” bajo el brazo, se abrió ante mí un universo literario que desde entonces me acompaña desde muy cerca. Y –al mismo tiempo- una discusión permanente con su creador: por sus posturas ideológicas tan cerradas, por su manera de leer la realidad política y social de una manera voluntariamente sesgada, por esa costumbre suya de apostar siempre en contra. En contra del camino que tomen las mayorías, en contra de los discursos socialmente inclusivos, en contra de todo lo que huela a popular. Vargas Llosa es, políticamente, un reaccionario que utiliza la parafernalia discursiva del liberalismo para cubrir con esa lana de oveja su verdadera piel de lobo, puro y duro.
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Sin embargo, esa postura de ortodoxia liberal fin fisuras, se desdibuja y queda en los márgenes al momento en que uno se zambulle en sus novelas. Aquella “La guerra del fin del mundo” se había publicado en 1981, y tenía, como sus grandes libros anteriores y los que le siguieron (desde “Conversación en La Catedral” hasta “La fiesta del chivo”) la pretensión de la novela “total”, el texto que –desde la libertad de la invención literaria- lograse dar cuenta de ese mundo distinto que se expresa en la singularidad hispanoamericana en estas tierras.
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Mario Vargas Llosa vuelve del derecho y del revés las versiones oficiales de los libros de historia, y logra, a través de un estilo muy puro, una estructura interna rigurosa, y unas notas de dolor y de color que salpican cada página, relatar experiencias profundamente humanas, a un tiempo específicamente latinoamericanas e inocultablemente universales. En “La guerra del fin del mundo” toma un capítulo ya casi olvidado de un rincón ignoto del Brasil más secreto y profundo: la masacre de Canudos, que ocurriera en 1896 en los sertones nordestinos, donde unas seis mil mujeres y hombres olvidados en esos bordes remotos de la civilización se levantaron de golpe en una gran marcha alucinada, y terminaron muriendo bajo las balas de los representantes formales de la República, supuestamente la enseña de los derechos de Occidente, de la modernidad tolerante y de la convivencia civilizada.
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El crimen de Canudos, aquellas seis mil muertes en un árido y remoto punto de las inmensas extensiones americanas, se vuelve vida en la prosa iluminada por el talento de Mario Vargas Llosa. Los infinitos sertones brasileros tienen su imagen en las cientos de páginas del argumento; la complejidad del heroísmo y testarudez de los campesinos simples tienen su correlato en la estructura de la novela, intrincada y perfecta, construida al detalle. Y esa cuidadosa construcción termina siendo el reflejo formal de la complejidad humana, según puede apreciarse en cada uno de esos personajes que, en su magia y en su llana realidad, en su mística pero también en sus extremos fanáticos, se nos presentan tan latinoamericanos como rabiosamente universales.
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Lo que hizo con “La guerra del fin del mundo”, esa pretensión de llegar a una novela vasta y densa que cobijara la visión de todo un continente, ya lo había intentado una década antes con “Conversación en La Catedral”, desmenuzando desde el discurso los intersticios dictatoriales de las formas políticas de América latina (la novela está contextualizada en la dictadura del general Odría); y volvió a intentarlo una vez más con “La fiesta del chivo”, en el año 2000. El régimen autocrático, entre fantasmal y circense, de Trujillo en la República Dominicana, sus excesos y su locura, su lógica interna y sus compromisos económicos, su pasión por los coloridos uniformes entorchados, y, al mismos tiempo, el pavor del generalísimo a mearlos por su poco control de esfínteres, aportan más elementos para la comprensión de ese fenómeno y de ese estadio de la historia continental americana que varios sesudos tratados académicos.
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EL VEDETISMO ELECTORAL
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Por eso escuece tanto cuando ese escritor genial, de prosa densa, de obra vasta, de talento comprobado, deja la literatura y se sube a la tribuna. Una grada política que, sin excepción, utiliza para defender a los poderosos de la tierra, a las grandes fortunas, y al statu quo.
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Él dice que su militancia está enfocada contra los autoritarismos y las corrupciones, las dos lacras que lastran el desarrollo democrático y republicano en América latina. Pero cuando, en sus artículos excelentemente escritos, este paradigma toma forma concreta, los que reciben sus palos y sus diatribas son siempre los mismos. Hoy en la región, salvo los gobiernos del colombiano Juan Manuel Santos y del chileno Sebastián Piñera, todos los demás caen bajo los epítetos gruesos de quien maneja las palabras como instrumentos cortantes.
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Su activismo contra, en sus palabras, “el autoritarismo y la corrupción endógena de latinoamérica” ceba sus dardos en Cuba –y contra Fidel Castro el tema ya es personal-; contra la Venezuela de Hugo Chávez; la Bolivia indigenista de Evo Morales; Rafael Correa en Ecuador y Daniel Ortega en Nicaragua. Apenas un escalón más abajo de esos villanos de toda villanía, Vargas Llosa también articula argumentos críticos punzantes contra los “populismos” del Partido de los Trabajadores que ha llevado a un tornero mecánico a ocupar la presidencia brasilera durante los últimos ocho años, o el recalcitrante peronismo argentino, que vuelve una y otra vez a escena, ahora de la mano de un matrimonio presidencial que le provoca más sospechas que otra cosa.
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Por eso en los últimos ochenta, cuando yo lo descubría en aquellas húmedas y heladas tardes chilenas a través de sus páginas literarias, Mario Vargas Llosa decidía pasar de la tribuna intelectual a la real, y se postuló para la presidencia del Perú. Justificaba su salto a la arena política en que su persona traería racionalidad y realidad a un ambiente viciado. Alan García, para el escritor, era la imagen del desgobierno al que había llevado al Perú el populismo de izquierda del APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana); la guerrilla de Sendero Luminoso era la expresión de la locura a la que la izquierda radical puede empujarnos. Y Alberto Fujimori era la traducción del populismo vacío de ideología. Quizá en esto último no se equivocaba tanto.
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Pero lo venció Fujimori. Despechado, Mario Vargas Llosa se fue a Madrid, y tomó la nacionalidad española. Que allá se quedaran los peruanos con sus políticos poco realistas y poco racionales, él seguiría con la literatura. Cada vez que leo un nuevo libro suyo, creo que fue una buena decisión.
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