jueves, 11 de agosto de 2011

Ceguera y mano dura (12 08 11)

Ceguera y mano dura
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por Nelson Gustavo Specchia

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        Inesperadamente, ardió Londres. Nadie lo esperaba: el clima político, revuelto por el affaire Murdoch y sus medios de prensa amarilla, había logrado ser conjurado por el conservadurismo en el gobierno, tras unas comparecencias frente a la Cámara de los Comunes del magnate y de su hijo; de la entrega de la cabeza de la pelirroja Rebekah Brooks; y la renuncia de los dos principales jefes de Scotland Yard. El ejecutivo de David Cameron estuvo pendiente de un hilo durante algunas horas, pero la mediática reacción, el haber echado a la cúpula policial, y asegurar que las investigaciones seguirían, redujo la burbuja de presión que estaba a punto de estallar. Rupert Murdoch se subió a su elegantísimo jet privado y volvió a Nueva York, y Cameron decidió que después de semejante traspirada bien valía un relax entre los soleados viñedos de la Toscana italiana. El Parlamento –donde había podido verse el renacimiento del liderazgo opositor del jefe de la bancada laborista, Ed Miliband- entró finalmente en receso, y todos dieron por concluido el año político, hasta la vuelta de las vacaciones estivales, el próximo septiembre.

        Y de pronto, en medio de ese sopor veraniego, prendió la chispa que ha llevado a la capital británica a mostrar esas dantescas imágenes de edificios enteros incendiados, barricadas de coches reducidos a hojalata, saqueos de alimentos, pillajes, bandas juveniles robando celulares y piezas electrónicas, dueños de bares tapiando las puertas y ventanas con tablones, mujeres saltando desde sus departamentos en llamas, periodistas y ciudadanos apedreados por manifestantes violentos. Y muertos.

        Ante la espiral desbocada de un estallido social sin cauce, la clase política canceló sus vacaciones y retornó a Londres. Y el gobierno, después de haber sido sobrepasado en sus previsiones por el estallido, está intentando imponer una lectura neutralista de la movilización social, a la que sólo atina a desactivar mediante la represión policial y un mayor recorte de derechos civiles.

        Es cierto que, una vez iniciada la revuelta, en la bola de nieve que crece a cada paso se mezclan causas y características diversas: anarquistas con delincuentes comunes, pandillas juveniles con minorías reprimidas, desocupados con ladrones. Pero negar el carácter de problema social que indubitablemente se encuentra en el origen de los desmanes londinenses es de una ceguera voluntaria. Así como buscar recuperar la iniciativa política apelando a la mano dura de la represión es intentar –consciente o inconscientemente- tapar el sol con una mano. Porque los disturbios comenzaron con la muerte de un joven, integrante de una minoría racial, desocupado, en situación de pobreza y discriminación, y muerto a causa de una bala disparada por un arma reglamentaria de un agente policial. Esto es un hecho. “Fact”, como dicen los abogados frente al juez en las películas norteamericanas. Y hacer el intento de no verlo, apostando a neutralizar el desborde que le siguió con mecanismos de control policial, puede poner paños fríos en lo inmediato, pero sólo hará más grande la burbuja, y la presión social volverá a hincharla, más temprano que tarde.

LA DEL AVESTRUZ

        David Cameron volvió de sus interrumpidas vacaciones italianas, hizo instalar una tribuna frente a la puerta de su residencia oficial, y desde allí anunció que el “contraataque” había comenzado. El gesto adusto y el dedo índice premonitorio, viéndose a sí mismo como un jefe militar que comanda una guerra urbana, aseguró que inundaría Londres con 16.000 agentes policiales y carros hidrantes, que las cámaras de vigilancia llevarían a detener a todos los sospechosos, y que no le temblaría el pulso para suspender las comunicaciones personales por vía telefónica y las redes sociales por internet. Y todo esto en la ciudad ícono de la libertad de expresión, donde siempre cualquier ciudadano ha podido llevar su banquito a la Speakers' Corner de Hide Park, subirse en él, y decir lo que piensa (aunque lo que piense no sea muy agradable para los que mandan, o aun para Su Majestad la reina).

        Al día siguiente de la arenga frente a su residencia en Downing Street, el jefe del gobierno se dirigió a la Cámara de los Comunes –también con receso veraniego interrumpido y en sesiones extraordinarias- y ratificó allí su estrategia de medidas represivas como única vía para frenar el estallido social. Siempre en tono beligerante, el jefe conservador aseguró frente a los diputados que no descartará ninguna medida, ni siquiera las más radicales. Otorgará mayores poderes a la policía, e impondrá en algunos barrios toques de queda: un extremo común en el triste derrotero reciente de las dictaduras latinoamericanas, pero completamente desconocido en la historia contemporánea de Gran Bretaña. Y después de sostener que la censura a las comunicaciones personales por telefonía celular o las redes de Twitter y de Facebook estaría justificada en ese entorno de guerra urbana, rozó la sobreactuación ante el estupefacto auditorio de los Comunes, cuando dijo que evalúa quitar la ayuda social a los jóvenes revoltosos y que sus familias sean expulsadas de las viviendas de protección oficial.

        Es imposible creer seriamente que David Cameron logrará parar, con medidas que aumentarán la discriminación social, un estallido que encuentra sus orígenes precisamente en la brecha de integración que el modelo de inclusión aplicado va dejando abiertas. Antes bien, parece una estrategia armada al calor de los acontecimientos y por una administración muy cuestionada, que no ha logrado hacer pie fuerte en ninguna de las medidas adoptadas desde que llegó al gobierno, y que necesita desesperadamente nuevas señales de legitimación en su ejercicio del poder. Y que ha decidido llevar adelante esa estrategia, aun a sabiendas de que sólo está pateando la pelota hacia algún futuro cercano, cerrando los ojos a la evidencia de que los actores de los desmanes son los principales afectados por las medidas económicas de restricción y ajuste de su gobierno, o a la posibilidad de aplicar reformas estructurales imaginativas y arriesgadas que atiendan a esos colectivos de inmigrantes desempleados que atiborran el cinturón urbano del Gran Londres. Como el avestruz, la cabeza dentro del hoyo hasta que pase el malón.

EL LADO OSCURO DE LA LUNA

        Pero, se decida el gobierno a mirarla o no, la otra cara de Londres empuja desde los bordes para llegar a las brillantes y ordenadas avenidas del centro. Y será muy difícil, insisto, frenarla con barreras policiales y camiones hidrantes; menos aun con recortes a las libertades personales y a los derechos humanos.

        Tottenham, la barriada del conurbano londinense donde prendió la mecha de los disturbios, es sólo una avanzada de ese empuje. La facilidad y rapidez con que los barrios marginales se sumaron a la avalancha, así como el salto de la eclosión hacia otras ciudades británicas (Liverpool, Manchester, Nottingham, Salford, Birmingham y Bristol), demuestran que el ambiente está caldeado y que sólo necesita de una chipa para que las llamas corran imparables. Por eso Tottenham, esta vez, sólo ha sido la excusa. El sábado pasado, la policía intentó impedir una marcha pacífica, en la que un grupo protestaba por la muerte de un joven. Mark Duggan, un chico desocupado y de raza negra, había muerto el jueves anterior como consecuencia de heridas de bala en medio de un tiroteo con la policía. En ese mismo enfrentamiento un agente resultó herido, y Scotland Yard sostuvo que Duggan habría disparado, y en respuesta a la agresión los agentes lo ultimaron. Sin embargo, el diario The Guardian publicaba luego que los exámenes periciales mostraban que la bala que había herido al agente había sido disparada por otro policía. En Tottenham, como en los barrios vecinos que son auténticas ciudades satélites de la capital, el alquiler de un pequeño apartamento cuesta alrededor de 1.000 euros; el municipio al que pertenece (Haringey) es el lugar de Europa en el que más lenguas se hablan –más de 300 idiomas y “slangs”-, y también el que soporta el mayor desempleo de Londres.

        Si David Cameron supone que aumentando la mano dura logrará desactivar a mediano plazo este coctel explosivo, peca de ingenuidad. Aunque la mano blanda con que se le ha visto tratar recientemente a los Murdoch y a los ricos magnates de la prensa, los bancos y el sistema financiero no lo mostraron cándido en absoluto, sino como un convencido liberal líder de los “tories”. Como el doctor Jekyll y el señor Hyde, una cara para cada ocasión.

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