Putin y el desafío democrático
por Nelson Gustavo Specchia
.
.
Rusia es una tierra generosa y hospitalaria, con la que sus habitantes suelen trabar relaciones sentimentales e inclusive familiares (la “Madre Rusia” es uno de sus apelativos más comunes), con una historia larga de encuentros y de tensiones entre los diferentes colectivos sociales que la integran, y epicentro de una de las experiencias políticas más rotundamente modernas del siglo veinte, el régimen comunista estructurado en base al materialismo dialéctico formulado por Karl Marx. Pero en esta larga y tortuosa historia, los vaivenes del antiguo imperio zarista esquivaron otra de las empresas características de la modernidad occidental: la democracia representativa. Rusia nunca fue plenamente democrática, y las masivas movilizaciones de estos días, criticando el supuesto fraude electoral para asegurar la continuidad de Vladimir Putin en el centro del poder, parecen anunciar que unos amplios sectores populares han decidido de que es tiempo de que la democracia, esa hija dilecta de la edad moderna, llegue de una vez a los terrenos de la Madre Rusia.
MATRYOSHKAS
Como las populares matryoshkas, esas muñecas de madera policromada que se ubican unas dentro de las otras, cada vez que se ha intentado reforzar la vía democrática en los territorios rusos, ha aparecido una vía alternativa que escamotea ese intento. Dentro de una matryoshka sólo ha habido, hasta ahora, más matryoshkas.
Tras la caída del último zar, Nicolai Aleksandróvich Romanov (a quién la iglesia ortodoxa ahora ha canonizado, convirtiéndolo en San Nicolás II de Rusia), las urgencias revolucionarias desplazaron hacia algún futuro la instalación democrática. Yuli Mártov perdió esta discusión, en el seno del Partido Obrero Socialdemócrata, frente a las posturas de Vladimir Ilich Uliánov, Lenin. Mártov y sus seguidores, a quienes se denominaría “mencheviques” (minoría), proponían una transición desde el imperio zarista a una república constitucional y representativa, con diversas expresiones partidarias entre las cuales ellos, los socialdemócratas, representarían al ala izquierda. Como es sabido, en aquel congreso de 1903 se impusieron las tesis de Lenin, con el modelo de partido único como “vanguardia del proletariado”. Este modelo diseñado en el exilio es el que terminó imponiéndose en la revolución de 1918, y se mantuvo vigente hasta las postrimerías de la caída del Muro de Berlín, en 1989.
En esos tiempos revueltos, Mijaíl Gorvachov intentó aprovechar el momento para abrir el juego desde su posición de poder, como primer secretario de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Hoy afirma, en sus memorias y conferencias, que la apertura de la “perestroika” y de la “glasnot” tenía como finalidad instalar una democracia representativa, con diversidad de partidos políticos y paulatino goce de libertades individuales y sociales. Pero se le cruzó en ese camino la urgencia del populista Boris Yeltsin. Tras el fracaso del golpe de Estado de 1991, dado por viejos militares comunistas que querían parar la “perestroika”, Yeltsin, que presidía la Federación Rusa, decretó la disolución de la Unión Soviética como se la conocía hasta entonces, ilegalizó al Partido Comunista que le había dado origen, y jubiló de facto a Gorbachov, que se quedó sin Estado que gobernar.
Pero dentro de esa muñeca había otra matryushka, y Rusia cambiaba un personalismo (el soviético) por otro (el de Yeltsin), instrumentado a través de la nueva Comunidad de Estados Independientes.
Cuando en 1999 Vladimir Putin tomó la posta, también escamoteó la posibilidad de una real apertura democrática. El ex hombre fuerte de los servicios secretos, coronel formado militarmente en el KGB soviético, se imaginó dos herramientas de perpetuación: un partido hegemónico, y en la más rancia tradición eslava fundó Rusia Unida; y un tándem personal para cubrir las formas de la alternancia, puesto para el cual encontró en Dmitri Medvédev, joven (tiene 45 años, 13 menos que Putin) y talentoso, el socio ideal. Pero Rusia Unida no es un partido en sentido estricto, que interactúe en un contexto político abierto, sino una masa crítica de intereses orientados a bloquear cualquier posibilidad de acceso al poder de elementos extraños al propio grupo. Ni siquiera se han preocupado de dotar a la formación de una ideología medianamente sólida: el partido se define por seguir –nuevamente el viejo personalismo- al líder, sus plataforma de gobierno es el denominado “Programa Putin” (o sea, lo que el líder diga y piense frente a cada tema en particular); y su adscripción, en general, es a las tendencias conservadoras. Un modelo que, para un pueblo que no ha conocido la lucha política democrática nunca, puede inclusive llegar a ser confortable: paternalismo, nacionalismo, conservadurismo.
En cuanto a la alternancia en los cargos ejecutivos, otro de los elementos integrantes de cualquier concepción democrática elemental, el plan de la dupla Putin-Medvédev llega casi hasta la mitad del siglo. Como la Constitución rusa sólo permite dos mandatos consecutivos de cuatro años, la rotación en el tándem se hace indispensable para mantener las formas. Así, volviendo a asumir la presidencia el año que viene, y tras extender el mandato de la primera magistratura a siete años, con una reelección sucesiva Putin alcanzaría a gobernar hasta 2026, cuando podría volver Medvédev y ocupar el Ejecutivo nuevamente, al menos hasta el 2033. Un modelo de retención del poder para esquivar la alternancia democrática. O sea, otra matryushka.
PACIENCIA COSACA
Desde mediados de este mes de diciembre algo parece estar cambiando. Los rusos (en realidad, habría que referirse a los moscovitas, la Rusia profunda, rural, es otra cosa y queda fuera de la relativa linealidad de este análisis) ya no parecen conformarse con el paternalismo nacionalista que les ofrece y les asegura Putin, y también parecen haber llegado a la conclusión de que el precio que están pagando por ello –en corrupción, en baja calidad democrática, en autoritarismo, en fraude electoral- resulta ya demasiado alto.
Quizá los aires de la “primavera árabe”, con su despertar popular, sus puebladas y sus finales abruptos de regímenes autocráticos en el Norte de África y en Oriente Medio, tengan algo que ver con el nuevo humor que impregna las calles de las ciudades rusas. Puede ser que esos aires, tan de fin de época, soplen también sobre los cientos de miles de manifestantes, indignados y protestones, que marchan desde hace un par de semanas pidiendo que se anulen las elecciones legislativas del 4 de diciembre, obviamente ganadas –con un 49 por ciento- por el partido Rusia Unida. Un resultado que asegura la continuidad del tándem, con el acceso nuevamente a la presidencia por parte de Vladimir Putin el año entrante.
Sí, quizá sean esos aires. Al principio pensábamos que la “primavera árabe” era una experiencia que exteriorizaba una situación política y cultural concreta, la de las autocracias y tiranías de los países musulmanes. Pero el impulso que ha llevado a las puebladas y a las eclosiones sociales de Túnez, Egipto, Marruecos, Libia, Yemen, Bahrein y Siria es, en el fondo, un impulso moderno, no limitado a ninguna experiencia cultural concreta, sino global. También los rusos quieren derechos civiles y políticos reales.
Putin, en cambio, no deja de ser un exponente de la vieja guardia. Como Ben Ali o Mubarak en su momento, no entiende las manifestaciones. Sigue siendo un coronel del KGB reciclado. Se burla de los manifestantes, compara el lazo blanco de su insignia con un condón (a lo que los manifestantes responden, claro, con fotos del propio Putin envuelto en condones gigantes), los tilda de “incapaces”, los acusa de ser “infiltrados” a sueldo de los Estados Unidos... toda la vieja parafernalia del tradicional discurso nacionalista eslavo.
Sin embargo, algo está cambiando. Puede que, en un contexto de ausencia de estructuras democráticas, Putin-Medvédev vuelvan a salirse esta vez con la suya. Pero el juego se ha terminado, a los cosacos se les acabó la paciencia.
Hoy Día Córdoba – Periscopio – Magazine – viernes 30 de diciembre de 2011
por Nelson Gustavo Specchia
.
.
Rusia es una tierra generosa y hospitalaria, con la que sus habitantes suelen trabar relaciones sentimentales e inclusive familiares (la “Madre Rusia” es uno de sus apelativos más comunes), con una historia larga de encuentros y de tensiones entre los diferentes colectivos sociales que la integran, y epicentro de una de las experiencias políticas más rotundamente modernas del siglo veinte, el régimen comunista estructurado en base al materialismo dialéctico formulado por Karl Marx. Pero en esta larga y tortuosa historia, los vaivenes del antiguo imperio zarista esquivaron otra de las empresas características de la modernidad occidental: la democracia representativa. Rusia nunca fue plenamente democrática, y las masivas movilizaciones de estos días, criticando el supuesto fraude electoral para asegurar la continuidad de Vladimir Putin en el centro del poder, parecen anunciar que unos amplios sectores populares han decidido de que es tiempo de que la democracia, esa hija dilecta de la edad moderna, llegue de una vez a los terrenos de la Madre Rusia.
MATRYOSHKAS
Como las populares matryoshkas, esas muñecas de madera policromada que se ubican unas dentro de las otras, cada vez que se ha intentado reforzar la vía democrática en los territorios rusos, ha aparecido una vía alternativa que escamotea ese intento. Dentro de una matryoshka sólo ha habido, hasta ahora, más matryoshkas.
Tras la caída del último zar, Nicolai Aleksandróvich Romanov (a quién la iglesia ortodoxa ahora ha canonizado, convirtiéndolo en San Nicolás II de Rusia), las urgencias revolucionarias desplazaron hacia algún futuro la instalación democrática. Yuli Mártov perdió esta discusión, en el seno del Partido Obrero Socialdemócrata, frente a las posturas de Vladimir Ilich Uliánov, Lenin. Mártov y sus seguidores, a quienes se denominaría “mencheviques” (minoría), proponían una transición desde el imperio zarista a una república constitucional y representativa, con diversas expresiones partidarias entre las cuales ellos, los socialdemócratas, representarían al ala izquierda. Como es sabido, en aquel congreso de 1903 se impusieron las tesis de Lenin, con el modelo de partido único como “vanguardia del proletariado”. Este modelo diseñado en el exilio es el que terminó imponiéndose en la revolución de 1918, y se mantuvo vigente hasta las postrimerías de la caída del Muro de Berlín, en 1989.
En esos tiempos revueltos, Mijaíl Gorvachov intentó aprovechar el momento para abrir el juego desde su posición de poder, como primer secretario de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Hoy afirma, en sus memorias y conferencias, que la apertura de la “perestroika” y de la “glasnot” tenía como finalidad instalar una democracia representativa, con diversidad de partidos políticos y paulatino goce de libertades individuales y sociales. Pero se le cruzó en ese camino la urgencia del populista Boris Yeltsin. Tras el fracaso del golpe de Estado de 1991, dado por viejos militares comunistas que querían parar la “perestroika”, Yeltsin, que presidía la Federación Rusa, decretó la disolución de la Unión Soviética como se la conocía hasta entonces, ilegalizó al Partido Comunista que le había dado origen, y jubiló de facto a Gorbachov, que se quedó sin Estado que gobernar.
Pero dentro de esa muñeca había otra matryushka, y Rusia cambiaba un personalismo (el soviético) por otro (el de Yeltsin), instrumentado a través de la nueva Comunidad de Estados Independientes.
Cuando en 1999 Vladimir Putin tomó la posta, también escamoteó la posibilidad de una real apertura democrática. El ex hombre fuerte de los servicios secretos, coronel formado militarmente en el KGB soviético, se imaginó dos herramientas de perpetuación: un partido hegemónico, y en la más rancia tradición eslava fundó Rusia Unida; y un tándem personal para cubrir las formas de la alternancia, puesto para el cual encontró en Dmitri Medvédev, joven (tiene 45 años, 13 menos que Putin) y talentoso, el socio ideal. Pero Rusia Unida no es un partido en sentido estricto, que interactúe en un contexto político abierto, sino una masa crítica de intereses orientados a bloquear cualquier posibilidad de acceso al poder de elementos extraños al propio grupo. Ni siquiera se han preocupado de dotar a la formación de una ideología medianamente sólida: el partido se define por seguir –nuevamente el viejo personalismo- al líder, sus plataforma de gobierno es el denominado “Programa Putin” (o sea, lo que el líder diga y piense frente a cada tema en particular); y su adscripción, en general, es a las tendencias conservadoras. Un modelo que, para un pueblo que no ha conocido la lucha política democrática nunca, puede inclusive llegar a ser confortable: paternalismo, nacionalismo, conservadurismo.
En cuanto a la alternancia en los cargos ejecutivos, otro de los elementos integrantes de cualquier concepción democrática elemental, el plan de la dupla Putin-Medvédev llega casi hasta la mitad del siglo. Como la Constitución rusa sólo permite dos mandatos consecutivos de cuatro años, la rotación en el tándem se hace indispensable para mantener las formas. Así, volviendo a asumir la presidencia el año que viene, y tras extender el mandato de la primera magistratura a siete años, con una reelección sucesiva Putin alcanzaría a gobernar hasta 2026, cuando podría volver Medvédev y ocupar el Ejecutivo nuevamente, al menos hasta el 2033. Un modelo de retención del poder para esquivar la alternancia democrática. O sea, otra matryushka.
PACIENCIA COSACA
Desde mediados de este mes de diciembre algo parece estar cambiando. Los rusos (en realidad, habría que referirse a los moscovitas, la Rusia profunda, rural, es otra cosa y queda fuera de la relativa linealidad de este análisis) ya no parecen conformarse con el paternalismo nacionalista que les ofrece y les asegura Putin, y también parecen haber llegado a la conclusión de que el precio que están pagando por ello –en corrupción, en baja calidad democrática, en autoritarismo, en fraude electoral- resulta ya demasiado alto.
Quizá los aires de la “primavera árabe”, con su despertar popular, sus puebladas y sus finales abruptos de regímenes autocráticos en el Norte de África y en Oriente Medio, tengan algo que ver con el nuevo humor que impregna las calles de las ciudades rusas. Puede ser que esos aires, tan de fin de época, soplen también sobre los cientos de miles de manifestantes, indignados y protestones, que marchan desde hace un par de semanas pidiendo que se anulen las elecciones legislativas del 4 de diciembre, obviamente ganadas –con un 49 por ciento- por el partido Rusia Unida. Un resultado que asegura la continuidad del tándem, con el acceso nuevamente a la presidencia por parte de Vladimir Putin el año entrante.
Sí, quizá sean esos aires. Al principio pensábamos que la “primavera árabe” era una experiencia que exteriorizaba una situación política y cultural concreta, la de las autocracias y tiranías de los países musulmanes. Pero el impulso que ha llevado a las puebladas y a las eclosiones sociales de Túnez, Egipto, Marruecos, Libia, Yemen, Bahrein y Siria es, en el fondo, un impulso moderno, no limitado a ninguna experiencia cultural concreta, sino global. También los rusos quieren derechos civiles y políticos reales.
Putin, en cambio, no deja de ser un exponente de la vieja guardia. Como Ben Ali o Mubarak en su momento, no entiende las manifestaciones. Sigue siendo un coronel del KGB reciclado. Se burla de los manifestantes, compara el lazo blanco de su insignia con un condón (a lo que los manifestantes responden, claro, con fotos del propio Putin envuelto en condones gigantes), los tilda de “incapaces”, los acusa de ser “infiltrados” a sueldo de los Estados Unidos... toda la vieja parafernalia del tradicional discurso nacionalista eslavo.
Sin embargo, algo está cambiando. Puede que, en un contexto de ausencia de estructuras democráticas, Putin-Medvédev vuelvan a salirse esta vez con la suya. Pero el juego se ha terminado, a los cosacos se les acabó la paciencia.
Hoy Día Córdoba – Periscopio – Magazine – viernes 30 de diciembre de 2011