Columna “En foco” - El Mundo - página 2 - Hoy Día Córdoba – martes 3 de abril de 2012
Color azafrán
por Pedro I. de Quesada
La violencia política suele adquirir en Asia unas proporciones y características difícilmente imaginables, y ahí están los testimonios del genocidio camboyano de Pol Pot y su banda en el delirio de la Kampuchea Democrática para demostrarlo.
En Birmania, que hoy se llama Myanmar, la extensión de más de medio siglo de cercenamiento de libertades y del dominio absoluto de una casta militar, ha terminado empujando al país a un aislamiento internacional que no ha hecho sino agravar la situación interna de su población.
En ese largo marasmo de represión y cárcel, la voz –baja y queda- de una mujer serena ha terminado finalmente por ganar una batalla, y promete seguir hablando, sin levantar la voz, hasta ganar la guerra: La señora Aung San Suu Lyi accedió este fin de semana a una banca del parlamento birmano, después de décadas de liderar la oposición política a la dictadura en su país.
Un logro menor, apenas un detalle, como esos débiles hilos de azafrán que se le agregan a la olla de arroz. “Revolución azafrán” fue precisamente el nombre que los monjes budistas birmanos le pusieron a las protestas sociales que los tuvieron de protagonistas en 2007, por el color de sus túnicas.
Los monjes intentaron un gesto desesperado ante la Junta Militar y la represión de hierro de cinco décadas. Pusieron su vida como escudo, y la perdieron, porque la casta militar no estuvo dispuesta a ceder ni una parte de los privilegios sociales y económicos que ha amasado (especialmente en los buenos negocios desarrollados con China, el gran vecino valedor del régimen), y reprimieron sin piedad, con aquella violencia característica.
La muerte de los monjes, sin embargo, marcó un quiebre: la presión internacional, las sanciones económicas, el premio Nobel de la paz a Aung San Suu Lyi, y la movilización –que por primera vez no se desarticuló con la represión- llevaron a la Junta Militar a ensayar un paso de gattopardismo, y fundaron un partido político, sus generales más conspicuos colgaron los uniformes, llamaron a unas elecciones amañadas, y los jefotes militares de siempre (pero ahora con trajes civiles) retuvieron el poder y el gobierno.
Pero la revolución de azafrán había calado un poquito más hondo que las meras formas: el nuevo presidente, el ex general Thein Sein, decidió una débil apertura, a través de la cual cientos de presos políticos recuperaron la libertad; la más famosa entre ellos, claro, fue la señora Suu Lyi, que volvió a salir a la calle después de décadas enteras de arresto domiciliario.
La apertura también implicó el permiso para que su partido, la Liga Nacional para la Democracia, pudiera presentarse a las elecciones.
Y estos dos elementos la llevaron a ganar una banca este fin de semana. Casi nada, un escaño en un órgano de casi setecientos miembros, donde los militares designan a dedo a un cuarto del total.
Apenas una hebra de azafrán. Pero que puede hacerle cambiar de color a toda la olla de arroz.
Twitter: @nspecchia
Color azafrán
por Pedro I. de Quesada
La violencia política suele adquirir en Asia unas proporciones y características difícilmente imaginables, y ahí están los testimonios del genocidio camboyano de Pol Pot y su banda en el delirio de la Kampuchea Democrática para demostrarlo.
En Birmania, que hoy se llama Myanmar, la extensión de más de medio siglo de cercenamiento de libertades y del dominio absoluto de una casta militar, ha terminado empujando al país a un aislamiento internacional que no ha hecho sino agravar la situación interna de su población.
En ese largo marasmo de represión y cárcel, la voz –baja y queda- de una mujer serena ha terminado finalmente por ganar una batalla, y promete seguir hablando, sin levantar la voz, hasta ganar la guerra: La señora Aung San Suu Lyi accedió este fin de semana a una banca del parlamento birmano, después de décadas de liderar la oposición política a la dictadura en su país.
Un logro menor, apenas un detalle, como esos débiles hilos de azafrán que se le agregan a la olla de arroz. “Revolución azafrán” fue precisamente el nombre que los monjes budistas birmanos le pusieron a las protestas sociales que los tuvieron de protagonistas en 2007, por el color de sus túnicas.
Los monjes intentaron un gesto desesperado ante la Junta Militar y la represión de hierro de cinco décadas. Pusieron su vida como escudo, y la perdieron, porque la casta militar no estuvo dispuesta a ceder ni una parte de los privilegios sociales y económicos que ha amasado (especialmente en los buenos negocios desarrollados con China, el gran vecino valedor del régimen), y reprimieron sin piedad, con aquella violencia característica.
La muerte de los monjes, sin embargo, marcó un quiebre: la presión internacional, las sanciones económicas, el premio Nobel de la paz a Aung San Suu Lyi, y la movilización –que por primera vez no se desarticuló con la represión- llevaron a la Junta Militar a ensayar un paso de gattopardismo, y fundaron un partido político, sus generales más conspicuos colgaron los uniformes, llamaron a unas elecciones amañadas, y los jefotes militares de siempre (pero ahora con trajes civiles) retuvieron el poder y el gobierno.
Pero la revolución de azafrán había calado un poquito más hondo que las meras formas: el nuevo presidente, el ex general Thein Sein, decidió una débil apertura, a través de la cual cientos de presos políticos recuperaron la libertad; la más famosa entre ellos, claro, fue la señora Suu Lyi, que volvió a salir a la calle después de décadas enteras de arresto domiciliario.
La apertura también implicó el permiso para que su partido, la Liga Nacional para la Democracia, pudiera presentarse a las elecciones.
Y estos dos elementos la llevaron a ganar una banca este fin de semana. Casi nada, un escaño en un órgano de casi setecientos miembros, donde los militares designan a dedo a un cuarto del total.
Apenas una hebra de azafrán. Pero que puede hacerle cambiar de color a toda la olla de arroz.
Twitter: @nspecchia