Cultura y Política
Adiós a Carrillo
por Nelson Gustavo Specchia
Sin prisa ni pausa, la Transición española se va quedando sin testigos vivos. Esta semana acaba de irse uno de ellos, de los más importantes, y aquel período que se niega a cerrarse del todo pierde a una figura tutelar: Santiago Carrillo, histórico líder del Partido Comunista Español, y uno de los nombres que sostuvieron la construcción de la democracia peninsular luego de la fatídica experiencia de la Guerra Civil y los cuarenta años de la dictadura franquista.
Hace pocos meses, cuando las máximas instancias judiciales españolas analizaban el apartamiento del juez Baltasar Garzón, atendiendo a una denuncia impulsada por un sindicato de abogados cercano a aquella derecha autoritaria que partió en dos a la sociedad y al país durante buena parte del siglo XX, algunos familiares directos de las víctimas represaliadas por la dictadura pudieron hacerse presentes en el Tribunal, para testificar a favor de Garzón. Y esa oportunidad, además de extraña -si no me equivoco, fue la primera vez que una víctima directa de la represión dictatorial pudo dar su testimonio en sede judicial desde el restablecimiento de la democracia-; además de extraña, digo, actuó de clave simbólica: el tiempo del resarcimiento, para los que vieron sus derechos y los de sus familiares conculcados por el autoritarismo de Estado, se acaba.
Uno de los testigos, que se había preparado largamente para ir a declarar a favor del único juez que les había abierto una vía para recuperar los cuerpos de sus padres y hermanos asesinados y enterrados en fosas comunes e ignotas por el franquismo, no llegó a hacerlo, se murió -de muerte natural, esta vez- apenas unas horas antes de su turno en el juzgado. Otra mujer, cubierta de negro, llegó al banquillo de los testigos con sus últimas fuerzas, y el centro de su ruego fue, precisamente, que la justicia le permitiera conocer el destino final de aquellos familiares represaliados antes de que su tiempo se acabe. Es sabido cómo terminó aquello: las peticiones de esos primeros testimonios de víctimas directas fueron desoídos por Sus Señorías, y el juez Baltasar Garzón expulsado de su tribunal. De momento, no habrá más búsquedas de fosas comunes, ni autorizaciones para exhumar cadáveres N. N. de hombres, de mujeres y de niños de aquella mitad de España que soportó el peso de las botas de los vencedores de la Guerra Civil. Con la muerte de Carrillo, a sus largos 97 años, vuelve la clave simbólica a dar una nueva vuelta: además de las víctimas directas, ya los últimos protagonistas de aquella historia van desapareciendo. Y el proceso sigue sin cerrarse.
A diferencia de otros procesos sociales y políticos extremos, que implicaron una tensión interna y una posterior resolución negociada, el tajo que dividió a la península de la Piel de Toro se empeña en permanecer abierto, o a supurar por unos costurones demasiado gruesos para mantenerlo cerrado. Han pasado los años, pero los geniales versos y la advertencia de don Antonio Machado siguen vigentes: "entre una España que muere / y otra España que bosteza / españolito que vienes / al mundo te guarde Dios / una de las dos Españas / ha de helarte el corazón."
El hacedor
La vida de Santiago Carrillo, de casi un siglo, pasó por el centro de los más importantes eventos que fueron abriendo ese tajo, y también de su mano estuvo encargarse de dar algunos de los puntos de esos costurones que intentaron cerrarlo. Los análisis y los obituarios que lo recuerdan en estos días, desde un costado al otro del arco político español, deberían ser una oportunidad para revisar los alcances culturales del proceso llamado Transición (así, con mayúsculas, porque en su momento supuso la intención de un nuevo comienzo político, de una refundación institucional), y del listado de deudas que viene acumulando desde 1975, tras la muerte del "generalísimo" Francisco Franco y la conversión de la dictadura basada en el "caudillo", en la pretensión de una monarquía constitucional moderna, con la asunción (Franco lo había designado personalmente su sucesor en 1969) del rey Juan Carlos I de Borbón.
En los primeros años '30, cuando las dos Españas de Machado se tensaban (el poema, por cierto, es anterior a la Guerra Civil), Carrillo embanderó a las Juventudes Socialistas en el proceso de "bolchevización": la Revolución de Octubre rusa estaba temporalmente muy cerca, y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) iba a ser, en la mirada de estos jóvenes revolucionarios, el encargado de llevar la vanguardia del proletariado al poder en Madrid. Cuando fracasó el intento revolucionario de 1934, Carrillo terminó con sus huesos en la cárcel, pero el Frente Popular lo indultaría poco después, y él redoblaría la apuesta: unificar a comunistas y socialistas, expulsar a los "reformistas" (o sea, a los que se inclinaban por la vía democrática), y apoyar la vía armada.
Cuando Franco da el Golpe de Estado contra la República, y se declara la Guerra Civil en 1936, Santiago Carrillo ya lideraba las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), filosoviéticas y estalinistas. En ese rol se le encargarán las cárceles madrileñas, y será a la postre sindicado como responsable de uno de los puntos más oscuros de su carrera: los fusilamientos de nacionalistas en la cárcel de Paracuellos, una atrocidad criminal de los republicanos que nunca tuvo una explicación convincente, y cuyos secretos Carrillo acaba de llevarse a la tumba. Las purgas estalinistas llevaron a apartar (o a la muerte) a muchos compañeros republicanos: "la dureza de la lucha no dejaba márgenes" explicaría Santiago Carrillo a la vuelta de los años.
Mano a mano con Dolores Ibárruri, la "Pasionaria", controló el Partido Comunista Español durante un largo exilio de casi cuatro décadas. A mediados de los años '50, con la Pasionaria conciben el giro más importante del PCE: la apuesta por la "reconciliación nacional", dejando de lado los planes de tumbar al régimen franquista desde la táctica guerrillera. Por los mismos años, y tras las críticas a Stalin por parte de Kruschev, el PCE se acerca a sus homólogos italiano y francés, en la construcción del "eurocomunismo". Carrillo también fue aquí uno de los hacedores principales. Y a principios de los setenta, con un Franco ya de salud declinante, el secretario general de los comunistas españoles va a idear el proyecto de "ruptura pactada", que sería el germen de lo que luego se conocería como Transición: el cambio político en España sería resultado de un conjunto de acuerdos, sin vencedores ni vencidos. Quién lo acompaña en ese proyecto será el mayor exponente de la derecha "racional": Adolfo Suárez, a quien don Juan Carlos encargará luego el gobierno de transición.
Esos pactos ideados por Carrillo fueron los que modelaron la nueva cultura política española: la Constitución, el hecho de que los jueces no puedan remover fosas comunes ni heridas generacionales, la entente de la clase política con los antiguos cuadros de la derecha franquista, el reparto de las competencias entre Madrid y las Comunidades Autónomas.
Pero a ese político todo terreno, que venía surfeando el siglo en las más complicadas aguas, le falló un cálculo que no estaba previsto: Felipe González. El joven andaluz de nariz respingona y carisma avasallante representaba otro proyecto, y claramente otra generación. "Felipillo" volvió a orientar al PSOE hacia la socialdemocracia y hacia la modernización de España, liberando al partido de todas las lacras y las viejas lealtades soviéticas, estalinistas y eurocomunistas. Y ganó, elección tras elección, mientras Santiago Carrillo pasaba a un segundo plano y la edad le imponía la jubilación.
Su figura ha sido central para la cultura política española contemporánea. Y pasado ya un cuarto de siglo desde el inicio de la Transición, fue protagonista tanto de lo bueno como de lo criticable que ha resultado de todo aquello. Aunque una cosa es clara: España no es un modelo terminado y los cabos sueltos que dejaron los pactos de la Transición siguen sueltos.
Una nueva generación, ya sin el tutelaje de las herencias protagónicas de los Carrillo, los Manuel Fraga Iribarne o los Adolfo Suárez, debe encargarse de la renovación cultural de la política española. Y el rey haría una contribución positiva a esa renovación generacional si se decidiese a dar un paso al costado.
Twitter: @nspecchia
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Adiós a Carrillo
por Nelson Gustavo Specchia
Sin prisa ni pausa, la Transición española se va quedando sin testigos vivos. Esta semana acaba de irse uno de ellos, de los más importantes, y aquel período que se niega a cerrarse del todo pierde a una figura tutelar: Santiago Carrillo, histórico líder del Partido Comunista Español, y uno de los nombres que sostuvieron la construcción de la democracia peninsular luego de la fatídica experiencia de la Guerra Civil y los cuarenta años de la dictadura franquista.
Hace pocos meses, cuando las máximas instancias judiciales españolas analizaban el apartamiento del juez Baltasar Garzón, atendiendo a una denuncia impulsada por un sindicato de abogados cercano a aquella derecha autoritaria que partió en dos a la sociedad y al país durante buena parte del siglo XX, algunos familiares directos de las víctimas represaliadas por la dictadura pudieron hacerse presentes en el Tribunal, para testificar a favor de Garzón. Y esa oportunidad, además de extraña -si no me equivoco, fue la primera vez que una víctima directa de la represión dictatorial pudo dar su testimonio en sede judicial desde el restablecimiento de la democracia-; además de extraña, digo, actuó de clave simbólica: el tiempo del resarcimiento, para los que vieron sus derechos y los de sus familiares conculcados por el autoritarismo de Estado, se acaba.
Uno de los testigos, que se había preparado largamente para ir a declarar a favor del único juez que les había abierto una vía para recuperar los cuerpos de sus padres y hermanos asesinados y enterrados en fosas comunes e ignotas por el franquismo, no llegó a hacerlo, se murió -de muerte natural, esta vez- apenas unas horas antes de su turno en el juzgado. Otra mujer, cubierta de negro, llegó al banquillo de los testigos con sus últimas fuerzas, y el centro de su ruego fue, precisamente, que la justicia le permitiera conocer el destino final de aquellos familiares represaliados antes de que su tiempo se acabe. Es sabido cómo terminó aquello: las peticiones de esos primeros testimonios de víctimas directas fueron desoídos por Sus Señorías, y el juez Baltasar Garzón expulsado de su tribunal. De momento, no habrá más búsquedas de fosas comunes, ni autorizaciones para exhumar cadáveres N. N. de hombres, de mujeres y de niños de aquella mitad de España que soportó el peso de las botas de los vencedores de la Guerra Civil. Con la muerte de Carrillo, a sus largos 97 años, vuelve la clave simbólica a dar una nueva vuelta: además de las víctimas directas, ya los últimos protagonistas de aquella historia van desapareciendo. Y el proceso sigue sin cerrarse.
A diferencia de otros procesos sociales y políticos extremos, que implicaron una tensión interna y una posterior resolución negociada, el tajo que dividió a la península de la Piel de Toro se empeña en permanecer abierto, o a supurar por unos costurones demasiado gruesos para mantenerlo cerrado. Han pasado los años, pero los geniales versos y la advertencia de don Antonio Machado siguen vigentes: "entre una España que muere / y otra España que bosteza / españolito que vienes / al mundo te guarde Dios / una de las dos Españas / ha de helarte el corazón."
El hacedor
La vida de Santiago Carrillo, de casi un siglo, pasó por el centro de los más importantes eventos que fueron abriendo ese tajo, y también de su mano estuvo encargarse de dar algunos de los puntos de esos costurones que intentaron cerrarlo. Los análisis y los obituarios que lo recuerdan en estos días, desde un costado al otro del arco político español, deberían ser una oportunidad para revisar los alcances culturales del proceso llamado Transición (así, con mayúsculas, porque en su momento supuso la intención de un nuevo comienzo político, de una refundación institucional), y del listado de deudas que viene acumulando desde 1975, tras la muerte del "generalísimo" Francisco Franco y la conversión de la dictadura basada en el "caudillo", en la pretensión de una monarquía constitucional moderna, con la asunción (Franco lo había designado personalmente su sucesor en 1969) del rey Juan Carlos I de Borbón.
En los primeros años '30, cuando las dos Españas de Machado se tensaban (el poema, por cierto, es anterior a la Guerra Civil), Carrillo embanderó a las Juventudes Socialistas en el proceso de "bolchevización": la Revolución de Octubre rusa estaba temporalmente muy cerca, y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) iba a ser, en la mirada de estos jóvenes revolucionarios, el encargado de llevar la vanguardia del proletariado al poder en Madrid. Cuando fracasó el intento revolucionario de 1934, Carrillo terminó con sus huesos en la cárcel, pero el Frente Popular lo indultaría poco después, y él redoblaría la apuesta: unificar a comunistas y socialistas, expulsar a los "reformistas" (o sea, a los que se inclinaban por la vía democrática), y apoyar la vía armada.
Cuando Franco da el Golpe de Estado contra la República, y se declara la Guerra Civil en 1936, Santiago Carrillo ya lideraba las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), filosoviéticas y estalinistas. En ese rol se le encargarán las cárceles madrileñas, y será a la postre sindicado como responsable de uno de los puntos más oscuros de su carrera: los fusilamientos de nacionalistas en la cárcel de Paracuellos, una atrocidad criminal de los republicanos que nunca tuvo una explicación convincente, y cuyos secretos Carrillo acaba de llevarse a la tumba. Las purgas estalinistas llevaron a apartar (o a la muerte) a muchos compañeros republicanos: "la dureza de la lucha no dejaba márgenes" explicaría Santiago Carrillo a la vuelta de los años.
Mano a mano con Dolores Ibárruri, la "Pasionaria", controló el Partido Comunista Español durante un largo exilio de casi cuatro décadas. A mediados de los años '50, con la Pasionaria conciben el giro más importante del PCE: la apuesta por la "reconciliación nacional", dejando de lado los planes de tumbar al régimen franquista desde la táctica guerrillera. Por los mismos años, y tras las críticas a Stalin por parte de Kruschev, el PCE se acerca a sus homólogos italiano y francés, en la construcción del "eurocomunismo". Carrillo también fue aquí uno de los hacedores principales. Y a principios de los setenta, con un Franco ya de salud declinante, el secretario general de los comunistas españoles va a idear el proyecto de "ruptura pactada", que sería el germen de lo que luego se conocería como Transición: el cambio político en España sería resultado de un conjunto de acuerdos, sin vencedores ni vencidos. Quién lo acompaña en ese proyecto será el mayor exponente de la derecha "racional": Adolfo Suárez, a quien don Juan Carlos encargará luego el gobierno de transición.
Esos pactos ideados por Carrillo fueron los que modelaron la nueva cultura política española: la Constitución, el hecho de que los jueces no puedan remover fosas comunes ni heridas generacionales, la entente de la clase política con los antiguos cuadros de la derecha franquista, el reparto de las competencias entre Madrid y las Comunidades Autónomas.
Pero a ese político todo terreno, que venía surfeando el siglo en las más complicadas aguas, le falló un cálculo que no estaba previsto: Felipe González. El joven andaluz de nariz respingona y carisma avasallante representaba otro proyecto, y claramente otra generación. "Felipillo" volvió a orientar al PSOE hacia la socialdemocracia y hacia la modernización de España, liberando al partido de todas las lacras y las viejas lealtades soviéticas, estalinistas y eurocomunistas. Y ganó, elección tras elección, mientras Santiago Carrillo pasaba a un segundo plano y la edad le imponía la jubilación.
Su figura ha sido central para la cultura política española contemporánea. Y pasado ya un cuarto de siglo desde el inicio de la Transición, fue protagonista tanto de lo bueno como de lo criticable que ha resultado de todo aquello. Aunque una cosa es clara: España no es un modelo terminado y los cabos sueltos que dejaron los pactos de la Transición siguen sueltos.
Una nueva generación, ya sin el tutelaje de las herencias protagónicas de los Carrillo, los Manuel Fraga Iribarne o los Adolfo Suárez, debe encargarse de la renovación cultural de la política española. Y el rey haría una contribución positiva a esa renovación generacional si se decidiese a dar un paso al costado.
Twitter: @nspecchia
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