NUEVO PONTIFICADO
Un estrecho círculo de sombras
por Nelson Gustavo
Specchia
Politólogo.
Profesor de Política Internacional (UCC y UTN Córdoba)
Con apenas unas
ligeras variaciones, el cónclave que acaba de terminar con la elección del
cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio, que reinará con el nombre de
Francisco, se ha mantenido a lo largo de los siglos y hasta de los milenios.
La modalidad de designación política y canónica de un nuevo Obispo de Roma
(que, por ese carácter, asume también la dignidad de ser “primus inter pares” y
cabeza de la Iglesia )
logró tan extensa vida útil porque las condiciones objetivas del mundo se lo
permitían.
El séptimo círculo
El máximo secreto y
la decisión limitada a un puñado muy selecto de hombres ancianos tenía, hasta
ahora, su correlato en una realidad internacional acotada y previsible, donde
las grandes decisiones estratégicas también eran prerrogativas de un club exclusivo
de hombres. Otro círculo, cuyos miembros se comunicaban entre sí con unos
códigos no accesibles al común de la población, y se enviaban mensajes y
documentos a través de unos funcionarios especiales –el cuerpo diplomático-
cuyo oficio supone el carácter reservado y secreto.
Pero esa realidad
internacional relativamente previsible y equilibrada –aunque fuese mediante el
equilibrio del terror atómico- ya comienza a formar parte de la historia. El
balance bipolar del mundo saltó por los aires a fines de la década de los años
’80 del siglo pasado, y en paralelo a esa patada al tablero de la
previsibilidad, el desarrollo acelerado de la sociedad de la información fue
estrechando cada vez más los círculos dentro de los cuales el secreto puedo
permanecer en las sombras.
Intentar que se
mantengan unos métodos que se arrastran desde el Medioevo en plena
transformación de la sociedad de la información parece, cuanto menos, un
despropósito. Hoy las cadenas televisivas funden la historia con el tiempo real
(como la CNN con
las guerras del Golfo, la invasión de Irak y de Afganistán), y los “hackers”
informáticos traspasan hasta los “firewalls” tecnológicamente más desarrollados,
como los que protegen a las computadoras de la Agencia Central de
Inteligencia –CIA- o al Departamento de Estado norteamericano.
Los propios papeles
clasificados de las comunicaciones al interior del círculo del poder no logran
permanecer bien guardados en las “valijas diplomáticas” (esos recipientes
antiguos en que viajaba el secreto) y quedan expuestos a la luz pública. El
caso más resonado, WikiLeaks y su cruzada por la transparencia, es apenas el
inicio de un camino sin retorno: desde 2008, cuando comenzó a operar, su base
de datos no ha dejado de crecer y ya va difundiendo 1,2 millones de documentos clasificados
(incluyendo los 251.187 cables de la diplomacia estadounidense con sus
embajadas, la mayor filtración de documentos secretos de la historia y la
piedra del escándalo).
En ese contexto de
globalización informativa, los métodos de elección papal no podrán permanecer
inmunes. Pero no solo ellos: también las maneras en que los pontífices se
relacionan con ese mundo en transformación deberán necesariamente adaptarse.
Roma locuta, causa finita
Y en este punto, la
elección de un papa no europeo, además de la radical novedad histórica
implicará también un desafío en las relaciones de la Iglesia y del Estado
vinculado a ella con el emergente escenario de la sociedad de la información.
Francisco, romano
pontífice, será el líder espiritual de una comunidad religiosa calculada en
1.200 millones de personas en todo el mundo, y jefe administrativo de un cuerpo
de agentes pastorales de unos 420.000 sacerdotes y 5.100 obispos. Pero además
de este colectivo interno, será también la máxima autoridad de una unidad
política reconocida por la comunidad internacional. La Ciudad del Vaticano es un Estado
a todos los efectos, su régimen político es una monarquía electiva y absoluta –desde
ayer, Jorge Bergoglio es también rey- y sus embajadores –los nuncios
apostólicos- lo representarán en los cuerpos diplomáticos frente a los demás
gobiernos del mundo.
Estos nuncios han
sido tradicionalmente la expresión más mundana del solio pontificio.
Generalmente son diplomáticos de carrera, con poca o nula experiencia pastoral,
a quienes se les asignan obispados ficticios u honorarios. Son expertos en el
lobby político y también el principal conducto de comunicación secreto entre el
papa y los engranajes del poder local. Con sus túnicas y ropajes anacrónicos
imponen respeto ceremonial y protocolario; preceden, por costumbre, a los demás
embajadores acreditados (“Decanos del cuerpo diplomático”) y tienen una
incidencia importante en temas de política interna, como, por ejemplo, en la
designación de los ministros y secretarios de Educación.
La comunicación de
las nunciaturas no es unidireccional: no solo “baja” directrices desde el
Vaticano, sino que también es la ventanilla por la que los grupos de los
círculos de poder al interior de los países envían a Roma cuestiones
problemáticas, informaciones sensibles, y también muchos chismes. Porque el
gobierno de la Iglesia
ha ido perdiendo, con la acumulación de años y de tradiciones, el original
espíritu colegiado de los pastores, acentuando, en su lugar, la estructura de poder
y de decisión verticalista, que tiene su punta en el sillón del papa: cuando Roma habla, la causa se ha terminado.
Nueva agenda
Al elegir a Karol
Wojtila, el polaco que reinó con el nombre de Juan Pablo II, la Iglesia rompió una
tradición de más de 500 años durante los cuales los papas fueron exclusivamente
italianos. Esos cinco largos siglos modelaron una organización burócratica,
romana y latina, que se fue alejando del mundo y de la realidad del hombre de a
pie.
Ahora, un nuevo
salto: un papa no italiano, ni siquiera europeo. Sudamericano, y argentino.
Jorge Bergoglio tiene ante sí la gran oportunidad del siglo, no solo de su
vida: volver a “aggiornar” la institución eclesial, como lo hiciera en su
momento Juan XXIII con el Concilio.
Hacia adentro,
imaginar nuevos modos de gobernar la
Iglesia (y de elegir a sus futuros sucesores), recuperando el
espíritu colegiado para expresar la multiplicidad cultural que hoy conforma el
cuerpo religioso y la estructura temporal de la organización. Y hacia afuera,
relegando el secretismo y las presiones subterráneas hacia el poder político,
priorizando una apertura a las diferencias y a la transparencia en la gestión.
No es poco, pero
Jorge Bergoglio es un hombre capaz de hacerlo. Habrá que ver si quiere.
En Twitter: @nspecchia
