Columna Periscopio – HOY
DÍA CÓRDOBA – Suplemento Especial 16 años – 2013
Primavera
congelada
por Nelson Gustavo Specchia
El
sectarismo, el intento autoritario del islamismo político desde el ejercicio
del poder, y la reacción militar han enfriado el mayor intento renovador de las
sociedades árabes.
La
feroz represión desatada por el ejército egipcio contra los partidarios del
depuesto presidente islamista Mohammed Mursi ha constituido el mayor frenazo a
los procesos de cambio en los países del Norte de África, en los cuales se
alumbró la “primavera árabe” hace un par de años.
El
movimiento social regional había tenido orígenes muy humildes y alcanzó
proporciones gigantescas: comenzó con el testimonio de rebeldía individual de
un frustrado ingeniero tunecino, Mohammed Bouazizi (y su suicidio, a lo bonzo,
frente a la estupidez policial, que le había desmantelado el carrito de frutas
y verduras con que intentaba paliar su imposibilidad de inserción en el
depreciado mercado laboral), y generó una onda expansiva que alcanzó los
extremos de esa larga franja de tierra que se extiende por el borde meridional
del mar Mediterráneo, desde Marruecos a Egipto.
Los
procesos de cambios que alumbró la “primavera árabe” recibieron, en general, el
beneplácito de los sectores progresistas de Occidente, y –un poco menos y a una
velocidad más ralentizada- también de los gobiernos europeos y norteamericano.
El principal fundamento de este entusiasmo optimista es que el proceso nacido
en Túnez venía, por primera vez desde el inmovilismo de la Guerra Fría, a
alterar un statu quo básicamente injusto –por la exclusión sistemática de las
mayorías populares del juego político- y tiránico –por la validación
internacional de los regímenes autocráticos que se impusieron en toda la
región-. La justificación recurrente del mantenimiento de ese statu quo fue que
la alternativa era aún peor: el avance del fanatismo islamista.
El consenso de Alá
Sin
embargo, procesos como el ensayado por el islamismo moderado del gobierno turco
de Recep Tayyip Erdogan y Abdallah Gull, parecían mostrar un camino alternativo
al de la reimplantación de un califato teocrático. Democracia e Islam,
mostraban desde Turquía, no son necesariamente proyectos antitéticos.
Esta
intuición, sumada a las décadas de hartazgo social por unas condiciones de vida
cada vez más desvaloradas y una concentración bochornosa de la riqueza en las
pocas manos de las élites, habilitó el proceso de reformas hacia finales del
año 2011, en un movimiento tectónico que no parecía limitarse al Magreb
(Marruecos, Túnez, Argelia, Libia y Egipto), sino que se proyectaba aún más
allá, al Oriente Medio y a la costa oriental del Mediterráneo; una hipótesis
que cobró fuerza cuando estallaron las revueltas en Siria. Así lo reflejamos en
nuestra crónica para el suplemento con que HOY DÍA CÓRDOBA festejó su 15º
aniversario; escribíamos en este mismo lugar hace un año: “La ‘primavera árabe’
ha abierto los titulares a todo un sector internacional que habitualmente no
pasaba de las páginas interiores. El derrocamiento popular de la tiranía
tunecina de Zine el Abidine ben Ali, la estrepitosa caída del “rais” egipcio
Hosni Mubarak –y la actual transición desde el poder militar hacia el del
islamismo democrático-; la participación de la OTAN en el derrocamiento de
Muhammar el Khaddafi y el inicio de la transición democrática en Libia,
constituyen, junto a la sangrienta guerra y represión del régimen sirio del
clan familiar de los Al Assad, los principales protagonistas de este nuevo
capítulo de la política mundial. Al mismo tiempo, el statu quo forzado sobre
los países árabes aliados de Occidente (y proveedores de la cuota mayoritaria
del petróleo que éste utiliza), los dejan de momento fuera de los aires de esa
primavera renovadora, a pesar de que las monarquías familiares que los
gobiernan tienen los mismos vicios y causan estragos sociales similares que los
regímenes que han caído en desgracia.”
Enfriar las arenas
Sin
embargo, estas expectativas de apertura y democratización se han revelado, a
muy poco andar, demasiados optimistas. Como era previsible, apenas se abrió una
rendija para que la voluntad mayoritaria pudiera expresarse, los colectivos
sociales que secularmente habían estado sumergidos y contenidos por las administraciones
elitistas y autocráticas emergieron a la superficie, y sus representantes
accedieron a la titularidad de los nuevos gobiernos que se formaron. Y estos
gobiernos –como los colectivos mayoritarios que los votaron- fueron de corte
islamista. Tanto el gobierno instalado en Rabat tras la reforma constitucional
del rey Mohammed VI de Marruecos, como el partido Ennahda instalado en Túnez,
como los Hermanos Musulmanes en Egipto, son, todas, fuerzas confesionales.
Pero
una cosa es ganar unas elecciones –especialmente cuando se han pasado tantas
décadas en los márgenes de la política, agazapados esperando su oportunidad- y
otra cosa, muy otra, es el ejercicio controlado del gobierno. Los islamistas
tenían frente a ellos dos alternativas básicas: la primera era optar por una
administración “a la turca”, privilegiando las relaciones con Europa y
Occidente, y avanzando gradualmente en la confección de un modelo propio de
democracia con respeto por las prácticas culturales y la moral musulmana. La
segunda era acelerar el proceso y buscar recuperar las décadas perdidas
mediante una islamización acelerada (especialmente mediante la aplicación de la
“sharia”, la ley islámica, en la legislación civil).
Túnez
y Marruecos, de momento, parecen inclinarse a un desarrollo “a la turca”;
también, a su manera y con condiciones menos favorables tras la guerra civil,
también en la Libia post-Muhammar el Khaddafy. Pero estos son, aunque
importantes, países menores del Magreb: la potencia regional es Egipto. Por lo
tanto, lo que hiciera Egipto marcaría la tónica general. Y los Hermanos
Musulmanes egipcios eligieron apretar el acelerador y aprovechar la coyuntura
para reinstalar un califato en las ardientes orillas del Nilo.
Estrategias
cainitas
La
reacción, lamentablemente, no se ha hecho esperar. Los militares habían cedido
porciones de poder. Sin esa decisión interna de los cuarteles, el derrocamiento
del general Hosni Mubarak no hubiera sido posible, por más millares de
militantes que se concentraran, día tras día, en la cairota plaza de Tahrir.
Habían cedido porciones, pero no todo el poder. Y ese fue un enorme error de
cálculo de los Hermanos Musulmanes.
El
golpe de Estado del general Abdel Fatah
al Sisi ha hundido al gran país africano en un baño de
sangre (los cadáveres se apilan por cientos en las mezquitas de El Cairo); ha
encarcelado “sine die”
al ex presidente Mursi (en su lugar, liberó al antiguo “rais” Hosni Mubarak de
la prisión); asesinó al hijo del líder supremo de los Hermanos Musulmanes,
Mohammed Badie; y en estos momentos parecen evaluar la idea de avanzar en un
plan de exterminio e ilegalización de toda la organización islamista, que
tendría efectos sociales devastadores.
El
profesor Haizam Amirah Fernández, colega experto en
Mediterráneo y Mundo Árabe en el español Real Instituto Elcano, sostiene que los
peores pronósticos se están cumpliendo en Egipto: la polarización de la
sociedad y una nueva represión (más extendida y más profunda, agrego yo) a las
grandes mayorías sociales, como la que se dio en la segunda mitad del siglo XX.
Los militares, como clase, no han tolerado que los
barbudos islamistas intentaran arrebatarles de un solo golpe el complejo de
industrias productivas y de servicios que acumularon durante las largas décadas
de dominio del gobierno. Y esta motivación económica encontró también aliados
en los sectores civiles urbanos egipcios, que veían con alarma la deriva
religiosa del gobierno de Mursi y los intentos de reemplazar la legislación
laica por los preceptos de la “sharia” (que son profundamente conservadores,
además de teocráticos).
El resultado, por estos días, es una espiral de odio,
exclusión, cinismo y muerte, que deja a la gran potencia del Norte de África a
las puertas de una guerra civil. “La sinrazón colectiva y la deshumanización
del enemigo parecen ser los únicos puntos en común entre los bandos que están
llevando a Egipto a la fractura social, a la inestabilidad política y a la
ruina económica.”
Además, los resultados de esta fractura en la potencia
regional se harán sentir en todo Medio Oriente, y
terminará dando alas al radicalismo sunnita de Al Qaeda. Las ejecuciones
masivas en nombre de la lucha contra el “terrorismo” fomentan una nueva
generación de “mártires” deseosos de ir a entregar la vida en la lucha contra
los infieles, la “yihad” tan promocionada por los propios Hermanos Musulmanes:
la profecía autocumplida.
Los de afuera y el palo
Mirar la
crisis de la “primavera árabe” desde afuera, como eventos remotos que suceden
en la otra orilla del mundo y que no nos implican directamente, es un actitud
política irresponsable y, más temprano que tarde, suicida. Las tecnologías de
la información y las comunicaciones, especialmente la importancia creciente de
las redes sociales, han relativizado los “problemas nacionales”, para
transformarlos, en un número significativo de casos, en “problemas globales”.
Las maneras en que se encauce la resolución de la crisis en Egipto repercutirá
casi de inmediato en todo el Magreb y en Medio Oriente, especialmente en Siria
e Israel. Pero no acabará allí: toda la costa Norte del Mediterraneo, la costa
europea, también sentirá el temblor. Y tampoco acabará allí.
La Administración
Obama sigue perdida respecto de qué hacer con respecto a la región, y la Unión Europea flirtea
entre la intervención activa o la mera condena diplomática en comunicados y
declaraciones. Ambos obvian el hecho de que los de afuera ya no son de palo,
básicamente porque ya no hay “afuera”: todos estamos, mal que nos pese,
“adentro”. Y tanto los militares golpistas como los barbudos fanáticos de
Egipto están jugando con la estabilidad de ese único espacio que es el
sistema-mundo.
Twitter: @nspecchia