viernes, 27 de septiembre de 2013

La Alemana (27 09 13)

La Alemana



por Nelson G. Specchia

Ángela Merkel lo hizo de nuevo: evitando las grandes definiciones ideológicas y programáticas, reunió nuevamente en torno suyo a un variopinto abanico de electores y consiguió un tercer mandato consecutivo al frente del gobierno alemán.
La Alemana no ha sorprendido especialmente, dado los altos índices de popularidad y de aceptación generalizada de sus medidas, pero los porcentajes de votos que ha conseguido sumar –rozando la mayoría absoluta- y la marginación a la que sometió a sus opositores sí constituyen, efectivamente, una sorpresa fuera de programa. Las razones y las proyecciones de esta elección en la “locomotora de Europa” pueden indicar, también, los rumbos que asumirá la crisis económica estructural que se ha instalado en el Viejo Continente.

Una “mamushka” teutona

 Ángela Merkel se asemeja, políticamente, a esas muñecas rusas de madera policromada que caben unas dentro de otras. Hasta su acceso a la Cancillería, y durante el largo medio siglo de la Guerra Fría y de la división bipolar del mundo, su partido –la Christlich-Demo-kratische Union Deutschlands (CDU)- representó una opción clara: la centroderecha de inspiración cristiana y de concepción económica capitalista. Así, con el semillero de políticos y de funcionarios formados en la Konrad Adenauer Stiftung, la CDU fue la opción conservadora frente a la izquierda del Sozialdemokratische Partei Deutschlands (SPD). Desde la posguerra –y hasta la llegada de Merkel- los cancilleres expresaron desde el Ejecutivo esos dos idearios opuestos y complementarios, en un sistema bipartidista muy depurado y previsible, con la tercera opción de los liberales del Freie Demokratische Partei (FDP) equilibrando la balanza y acercándose a uno u otro de los  grandes partidos para las mayorías legislativas necesarias que dan gobernabilidad al sistema.
Así, decimos, hasta Merkel. Porque la canciller demócrata-cristiana rompió ese molde previsible y estandarizado, e implementó una lógica de coyuntura completamente pragmática: en lugar de remitirse a los postulados ideológicos o a los enunciados de los programas de su propio partido, escoge –y corrige- el rumbo del gobierno ante cada elemento emergente.
A veces ese rumbo está más corrido a la izquierda –como en las áreas de defensa de los derechos laborales de los trabajadores alemanes-; a veces más a la derecha –como cuando limita y torpedea las decisiones de la Comisión Europea de Bruselas que irritan a los sectores nacionalistas internos-; y a veces (muchas) hacia el liberalismo económico, especialmente en la defensa del sector bancario y financiero alemán en su relación con los demás socios europeos.
De esta manera, la oposición tradicional del SPD y del FDP sólo ha podido contar con los votos de sus militancias más adeptas y leales, porque los colectivos de electores que circunstancialmente los votaban, se corrieron hacia el apoyo a la “mamushka” Merkel, que hace un poco de todo y a todos contiene. Como resultado, los socialdemócratas del SPD profundizan su hundimiento en la crisis de identidad partidaria que comenzaron cuando Merkel ganó su primera elección en 2005 (entonces por una escueta diferencia de cuatro escaños en el Bundestag), desplazando de la Cancillería a Gerhard Schroder (y, con él, a su carismático vicecanciller, el “Verde” Joschka Fischer).
En cuanto a los liberales del FDP, estas elecciones han supuesto su mayor crisis y la mayor derrota en cuarenta años, y habrá que ver aún si podrán remontar la cuesta para seguir existiendo como alternativa dentro del sistema. Las opciones menores (Los Verdes, La Izquierda, el Partido Pirata, los neo-nacionalistas de Alternativa por Alemania, y las agrupaciones federadas) no son, de momento, un peligro para la mayoría hegemónica que aglutina Merkel, por encima del 40 por ciento del padrón total de votantes.

Una Europa alemana
Más allá de las implicancias internas de la rotunda victoria de Ángela Merkel para el sistema de partidos y de la novedad de tres períodos consecutivos al frente de la Cancillería, las elecciones de esta semana suponen, también, una advertencia sobre el futuro inmediato de la Unión Europea, sumida en una crisis sin antecedentes.
Respecto de Europa, Merkel ha tenido durante sus dos mandatos una actitud dual: discursivamente nadie podría dudar de su “europeísmo”, no ha dejado de ventilarlo en cada oportunidad que tuvo un micrófono delante, desde la mención de que el canciller Konrad Adenauer y el partido CDU estuvieron en los basamentos fundacionales de la organización de integración continental, hasta la tesitura de que a esta crisis se la logrará superar con más Europa, no con menos.
Pero eso, en los discursos. La otra cara de esa moneda dual ha sido menos retórica: Merkel ha encaminado cada una de sus posturas ante la Unión Europea de forma tal de que los bancos alemanes consigan cobrar todos y cada uno de los euros prestados a los países del Sur del continente, precisamente los que ahora se hunden en el barro pútrido de la crisis que se ha llevado consigo el Estado de Bienestar.
Mientras Grecia, España y Portugal –en el tope de la lista- ajustan sus presupuestos con medidas draconianas, expulsando empleados públicos, reduciendo jubilaciones y pensiones, alargando las edades de retiro, suprimiendo subsidios y becas (y hasta cerrando universidades, como las griegas esta semana), Merkel ha logrado que Alemania reduzca su déficit en el año en curso y prevea tener las cuentas equilibradas en el presupuesto de 2015. Y eso, precisamente, por la decisión de la canciller de no perdonar un sólo euro de las deudas de las economías de los países mediterráneos, principales destinos de los créditos financieros del sistema bancario alemán.
Ángela Merkel no se ruboriza por ello, y sostiene que Alemania está sorteando la crisis porque los ajustes que ella le exige a sus socios del Sur ya se hicieron antes al interior de la República Federal. No es un argumento del todo falaz, porque es objetivamente cierto que durante la última administración socialdemócrata de Gerhard Schroder se tomaron medidas de ajuste y reducción del gasto público, pero sólo es una verdad a medias –o una mentira a medias- si no se hace la salvedad que aquellos planes de racionalización económica se implementaron antes de que estallara la crisis.
Hoy, en cambio, todas las economías europeas se contraen peligrosamente: la semana pasada, hasta el rey Guillermo de Holanda declaró inviable la continuidad del Estado de Bienestar en el país nórdico, uno de los más estables y avanzados de todo el continente. La desocupación estructural se acerca a los 30 millones de europeos, pero Ángela Dorotea Merkel (“Angie”, para sus fervorosos partidarios) frunce el seño y repite que “no hay alternativas a la política de austeridad y reformas estructurales, por muy dolorosas que sean”.
Pues, no hay tu tía. Ya queda dicho y el proceso continental puede ir sacando las cuentas de cómo vendrá el futuro bajo el timón de La Alemana: mientras equilibra los presupuestos y mantiene bajos los costos internos de salarios y de financiación, la República Federal seguirá atrayendo capitales de los demás socios europeos, que abandonarán Atenas, Lisboa o Barcelona para instalarse en Frankfurt o Bonn. Estos capitales, relocalizados y protegidos desde Berlín, pueden a su vez adquirir –y a precios de oferta y liquidación- las empresas en riesgo en las economías más comprometidas. A mediano plazo, esta tendencia agravará la brecha entre la Europa central, equilibrada e industrial, y la Europa mediterránea, pobre y quebrada.


Twitter: @nspecchia




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