
EUROPA, DE NUEVO EN RUTA
RESCATANDO LO FUNDAMENTAL DE LA PROPUESTA CONSTITUCIONAL, EL “TRATADO DE REFORMA” DOTA A LA ORGANIZACIÓN CONTINENTAL DE LAS HERRAMIENTAS PARA GOBERNAR CON 27 MIEMBROS, Y PARA SEGUIR PROFUNDIZANDO EL PROCESO DE INTEGRACIÓN
Por Nelson Gustavo Specchia
Catedrático “Jean Monnet” de la Universidad Católica de Córdoba
Después de un largo período de más de diez años de sucesivas modificaciones institucionales –producto, principalmente, de un acelerado proceso de ampliación de sus fronteras por la incorporación de nuevos miembros-, y de dos años de parálisis después de las negativas en los plebiscitos constitucionales, la Unión Europea ha vuelto a ponerse en ruta, encontrando las figuras jurídicas que le posibiliten continuar avanzando en el proceso de integración continental, y que le otorguen capacidad de maniobra a una aglomeración política de 27 Estados soberanos, inédita en la historia.
El proyecto de una Constitución para Europa, que lideró el ex presidente francés Valéry Giscard d´Estaing, abría las puertas a la creación de un Estado supranacional, con todos los símbolos de la soberanía territorial y política moderna: bandera “nacional”, himno, divisa, y hasta Día de Fiesta Patria. Desde la derecha, la posibilidad de pérdida de grados de soberanía causó varias alergias nacionalistas. Desde la izquierda, la aparente disolución de las identidades políticas y culturales en una organización que se percibe como eminentemente burocrática, sumó al frente opositor. Estos resquemores, y la posibilidad de la incorporación de la inmensa, musulmana, y asiática Turquía al club, dio por tierra con el proyecto. Los encargados de darle el puntapié fueron –precisamente- dos de los miembros fundadores de la Unión: Francia y Holanda, mediante consultas plebiscitarias, en mayo y junio de 2005.
Desde entonces, la arquitectura política de la UE ha soportado la crisis de gobernabilidad que supone tener instrumentos jurídicos para administrar una organización de 12 socios –como los que prevé el Tratado de Ámsterdam, de 1999- para una realidad ampliada de 27 países. Tras el relativo inmovilismo de los últimos dos años, y ciertas conductas internacionales erráticas, es de esperar que se encuentre nuevamente un cauce dinámico a partir del documento firmado en Lisboa el pasado 13 de diciembre, por los jefes de Estado y de gobierno europeos.
Jean Monnet, uno de los “padres fundadores” de la Unión Europea en la posguerra, repetía que la integración debía basarse en una doble condición: el liderazgo y las instituciones. Lo que el “Tratado de Reforma” de Lisboa viene a poner en orden, es una actualización de instituciones que posibiliten la continuidad –y la profundización- de la ruta de la integración. De la provisión de liderazgos coherentes, deberán ocuparán los electores europeos.
Porque precisamente una de las reformas de Lisboa apunta al refuerzo del Parlamento Europeo, con representantes elegidos por sufragio directo en todos los países de la organización. Un refuerzo tanto en materia específicamente legislativa, como en asuntos económicos y en los roles de contralor de las instancias políticas. Esto incidirá directamente en un mayor control ciudadano –y, por ende, en una mayor democratización- de las instituciones comunitarias, uno de los reclamos más evidentes expresados en el “no” de los plebiscitos constitucionales.
En las restantes áreas, el “Tratado de Reforma” recupera los planteos, las herramientas, y los alcances del proyecto constitucional (dejando de lado, obviamente, los símbolos nacionales –bandera, himno, etc.-, que pudieran denotar una dirección confederal). Se mantendrá la presidencia rotativa semestral de un Estado miembro, de forma tal de hacer posible que todos y cada uno de los socios accedan a ser sede de la conducción continental durante un período; pero, en vistas a lograr una mayor ejecutividad en el proceso de toma de decisiones, se crea asimismo una presidencia permanente del Consejo (la reunión de jefes de gobierno que se reúne cada tres meses), con mandato de dos años y medio y la posibilidad de una reelección.
A su vez, esta nueva figura del ejecutivo comunitario –que se espera sea una figura de fuerte autoridad moral entre sus pares, y de experiencia política extensa- compartirá su área de ejercicio del poder con dos personajes clave: el presidente de la Comisión Europea, y el Alto Representante para la Política Exterior y la Seguridad Común.
La Comisión Europea, el órgano ejecutivo comunitario que hoy preside José Manuel Duráo Barroso, y que ha ralentizado últimamente su accionar, dado el número de “comisarios” de todos los países que la componen; ve ahora reducida su composición a “comisarios” de dos tercios del número de Estados miembros, elegidos en pie de igualdad a partir de 2014. Se espera que esta nueva estructura le agregue eficacia, al reducir las instancias burocráticas de las oficinas ejecutivas.
El tercer elemento en este delicado equilibrio de poderes y funciones, el Alto Representante para la Política Exterior, es la figura que sale más fortalecida de Lisboa. El español Javier Solana, la cara visible hoy de la diplomacia comunitaria, sumará a su labor de representante del Consejo en los asuntos externos de la UE, las funciones de Vicepresidente de la Comisión, y de jefe de la reunión de todos los ministros de Exteriores de los países miembros. Sumará, además, las áreas de Defensa y de Seguridad. Dispondrá, para llevar la voz unificada de Europa en las relaciones internacionales, de un plantel de más de siete mil funcionarios de carrera, repartidos en 122 legaciones diplomáticas en el mundo. La Unión poseerá personalidad jurídica única, con la que podrá firmar tratados internacionales con carácter vinculante para todos los Estados miembros.
Por último, el Tratado de Lisboa consagra la “doble mayoría” en las votaciones, que también implica una manera de reforzar el rol de codecisor y de contralor del Parlamento, aumentando las áreas que se excluyen del poder de veto. La Polonia de los conservadores gemelos Kakzinsky abusó en los últimos años de esa capacidad de veto, al requerir las decisiones la unanimidad de todos los miembros. El nuevo sistema de votación prevé que las mociones parlamentarias se aprueben cuando cuenten con el respaldo del 55% de los Estados, que a su vez representen –al menos- al 65% de la población.
Europa, especialmente en el siglo XX, ha logrado aprender de su historia. El proceso de integración siempre avanzó –o no avanzó- teniendo en cuenta las posibilidades que el contexto social le permitía. El proyecto de una Constitución y de un macro Estado confederal, implicó un tranco más largo del que algunos colectivos europeos estaban dispuestos a dar. El Tratado de Reforma toma nota de ello, y ajusta el paso a los tiempos, pero con el mismo objetivo de los fundadores: que la Unión Europea exprese la voz del continente a nivel global; que sea una herramienta ciudadana para mantener y acrecentar el orden político, la paz social, y el crecimiento económico en todos los países miembros; y que se constituya en un referente en el juego de equilibrios que supone la construcción de una comunidad internacional.