
IDEAS Y VUELTAS CON LA EUROPA MEDITERRÁNEA
Por Nelson Gustavo Specchia
Europa no consigue dar el tono en la relación entre el más exitoso proyecto de integración continental del mundo, la Unión Europea, con los pobres, inmensos y multitudinarios vecinos de la ribera sur del mar Mediterráneo. Mientras el crecimiento y el desarrollo de la costa norte se mantiene sólido, a pesar de las fluctuaciones y los desarreglos coyunturales, África sigue a la deriva, con Estados fallidos, frágiles sistemas democráticos, crecimiento incontrolado de violencia interétnica, convirtiéndose en el nuevo santuario de fanáticos “yihadistas”, y albergando, inclusive, el primer genocidio de este nuevo milenio: el que se está perpetrando en las tierras de Sudán.
Que este panorama se desenvuelva a la distancia de pocas millas, las que separan a ambas costas, implica una responsabilidad moral, política y social inmensa para Europa. La organización continental reitera permanentemente la decisión de utilizar su presencia conjunta en los foros internacionales (el “poder blando” del que dispone, en la categoría del politólogo Joseph Nye), para convertirse en una correa de transmisión de la paz, el desarrollo, el crecimiento armónico y sustentable, y la democracia. Sin embargo, con su vecino africano los intentos siguen fallando: lo que debería ser un territorio de cooperación sigue separado por un abismo, con profundidades cada vez más marcadas.
La iniciativa más sólida de Europa hacia África en los últimos tiempos, estuvo encabezada por España, cuando la gobernaba Felipe González. En 1995, en la capital de Cataluña se lanzó el “Proceso de Barcelona”, por el que se tendía a cooperar con los países de la ribera sur en cuatro vertientes (política, económica, de seguridad, y cultural), y a colaborar en la integración de los países norafricanos entre sí, al tiempo que se fijaba la meta de una zona de libre comercio con la Unión Europea para 2010. Trece años después de lanzado este proceso, y a pesar de los más de 20.000 millones de euros invertidos por Bruselas desde entonces, la iniciativa puede considerarse, al menos al día de hoy, un auténtico fracaso.
Y si esta evaluación no fuera suficiente para mover las conciencias de las élites políticas europeas, la relación con el continente negro se ha transformado, en los últimos tiempos, en una moneda de cambio en la disputa por la primacía y la influencia al interior de la Unión Europea.
Ha sido el Presidente francés, exuberante y enérgico desde que llegó al Elíseo (y arrebatador de titulares de la “prensa rosa” últimamente), quien realizó una jugada cuyos resultados finales aún están por verse. Ya en su discurso de victoria electoral, en mayo del año pasado, Nicolás Sarkozy había anunciado su proyecto de creación de una nueva entidad internacional, la “Unión Mediterránea”, que agruparía en su seno a los Estados europeos ribereños del “mare nostrum” (sin los restantes socios de la Unión Europea), y a los once países africanos costeros del borde sur.
La nueva organización internacional pondría nuevamente sobre la mesa los asuntos vertebrales de la vecindad, aspirando a ser una “unión política, económica y cultural”, según su impulsor y mentor. Llevaría a expandir el “poder blando” europeo a sus socios del sur, promovería el afianzamiento de sus sistemas democráticos, y contribuiría al desarrollo mediante inyecciones de fondos provenientes de los países de la Unión Europea, especialmente en infraestructuras y en el sector de la energía. Para apoyar sus palabras con hechos, Sarkozy participó personalmente en el diseño de venta de centrales nucleares francesas a Marruecos. Llegó, inclusive, a presentar a esta nueva organización como la posibilidad cierta de relanzamiento de un proceso de paz exitoso en Medio Oriente.
Pero semejante declaración de buenas intenciones, según se ha visto en las últimas semanas, sólo era el disfraz de una lucha de poder al interior de la Unión Europea. Su objetivo verdadero era reposicionar a Francia en una posición de liderazgo, y ha sido neutralizada por la intervención de la Canciller alemana, Ángela Merkel. En realidad, era contra ella y contra la nueva posición de preeminencia de Berlín en el concierto europeo, que Sarkozy ha ideado su estrategia internacional, utilizando a África como instrumento.
La última ampliación de la organización continental hacia el Este, con la introducción de los países de la ex órbita soviética, ha llevado a la Unión Europea a 27 miembros, con un número importante de ellos con relaciones privilegiadas con Berlín. Así, Sarkozy se imaginó dos áreas de preeminencia dentro de la UE: Alemania en el centro y el Este, y Francia como líder de la Europa meridional.
Merkel y su diplomacia discreta han logrado desactivar la iniciativa del Presidente francés: el Consejo Europeo del 13 y 14 de marzo ha dejado su iniciativa de lado, y ha vuelto al “Proceso de Barcelona”, al que ahora le agrega el subtítulo de “Unión por el Mediterráneo”. Pero no habrá más dinero, acaso algo más de burocracia.
El creciente desencuentro entre Alemania y Francia es una mala noticia para todos. Que Europa siga utilizando el argumento de la cooperación y la vecindad para saldar cuentas internas es una mala noticia –especialmente- para África. Pero ella ya está acostumbrada.