miércoles, 26 de noviembre de 2008

Juan Goytisolo y la crítica hacedora


JUAN GOYTISOLO Y LA CRÍTICA HACEDORA

Por Nelson Gustavo Specchia

Córdoba, 26 de noviembre de 2008


Estos días, entre el bombardeo de titulares financieros, de derrumbes y de salvatajes in extremis, entre las urgencias de importación y las incertidumbres de fin de época, un ramalazo de felicidad reorienta el sentido de las cosas: Juan Goytisolo, el hereje pacífico, el crítico despiadado de las beaterías en las letras y en las poses hispánicas, el heterodoxo consecuente, ha recibido el Premio Nacional de las Letras Españolas el lunes 24 de noviembre.

A los 77 años, a la vuelta de los días, tras una treintena de obras –alguna ya clásica, varias indispensables, todas rabiosamente hermanadas con los perdedores de la tierra- le llega su primer reconocimiento institucional, el primer premio público, por el conjunto de esa obra que nunca se ha callado ante el poder y los poderosos. Muy por el contrario, que se ha puesto siempre en la vereda de enfrente, pero con una delicadeza en los modos y una hondura en el argumento que logra arrastrarte con él, colocarte a su lado, y adoptar –así sea por unos instantes- su perspectiva, mirar con sus ojos prestados. No se sale inocente de sus libros.

Los Goytisolo son en España casi una marca literaria. De los tres hermanos (José Agustín, Juan, y Luis), Juan, el del medio, fue siempre el más rebelde. Y tratándose de los Goytisolo, eso ya es mucho decir. Su primer libro es de 1954, Juegos de manos, con el que se abre también la Obra completa, en siete volúmenes, que Galaxia Gutemberg – Círculo de Lectores, de Barcelona, está preparando. Y este año, en septiembre, apareció El exiliado de aquí y allá. Entre ambas fechas, veinticinco títulos donde se alternan el relato en prosa, los libros de viajes, las memorias poetizadas –con las que se analiza, se presenta, se asume y se refunda constantemente-, y el ensayo crítico, ese instrumento de mordaz destrucción de las pacaterías sociales y, al mismo tiempo, de disección profunda, hasta el hueso, hasta donde duele.

Lo conocí en Barcelona, hacia finales de los noventa. Hacía poco (en 1996) que había fallecido su compañera, la escritora Monique Lange, y Goytisolo había dejado París –su casa de tantos años, desde aquellos míticos sesenta- para mudarse a Marruecos. Estaba cansado y triste, y dijo sentirse viejo. Un par de años después, cuando leí las crónicas de Paisajes de guerra: Sarajevo, Argelia, Palestina, Chechenia (2001) comprobé que conservaba intactas tanto la lucidez de la mirada, como la ironía desencantada e interrogante, siempre interpelando desde el lugar del más pobre, del que sufre, de las minorías, de los excluidos.

Juan Goytisolo ha sido un escritor valiente, tanto en lo personal como en la acción colectiva, social. La manera honesta y abierta con que habla de su homosexualidad en Coto vedado (1985), o de sus posiciones políticas e ideológicas (como En los reinos de Taifa, 1986), enlazan con su cosmovisión de la estructura cultural española.

Juan Goytisolo encuentra en la identificación histórica que el proyecto nacional español estableció con los sectores más ultramontanos del catolicismo peninsular la clave de bóveda, el sostén sobre el cual se han ido estructurando los diversos discursos antimodernos, desde el preciso momento en que la modernidad se abría al espacio intelectual europeo. Aquella expulsión de los moros y de los judíos con que España conforma su Estado nacional, permanece en el modo de concebir la polis, y así se rechaza la ilustración, se vuelve al absolutismo frente al liberalismo republicano, o se lanza una cruzada de medio siglo por la España “una, grande y libre” frente a la República “roja y atea”. En definitiva, un continuum de exclusión, de puertas adentro, parroquial y cerrado, expulsivo y miope.

Una construcción ideológica que repudia las diferencias, y que termina sacrificando a sus espíritus grandes –los Lorca, los Machado, los Hernández- para mantener la pureza, cada vez más forzada, del “ser nacional”. La isla (1961), la enorme Fin de fiesta (1962), Señas de identidad (1966), Disidencias (1977), o El lucernario, la pasión crítica de Manuel Azaña (2004), van dando cuenta, con una prosa afilada como sus ojos, de ese conjunto de intersecciones culturales.

En momentos como éstos, cuando la sociedad española en pleno vuelve a embarcarse en el debate de la “memoria histórica”, cuando los jueces ordenan la apertura de tumbas comunes en cunetas y acantilados, cuando la jerarquía eclesial de la península ha canonizado ya a 977 víctimas católicas de la guerra civil (y se apresta a presentar otros 500 procesos), la vuelta a Juan Goytisolo, la relectura de algunas estaciones de este largo monólogo crítico de más de medio siglo, profundo, hasta el hueso, hasta donde duele, se torna cada vez más urgente.