Grecia en crisis: ¿conclusión o prólogo?
por Nelson-Gustavo Specchia

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Grecia vive una crisis económica profunda, definida por la salida a la luz de unas cuentas públicas fraudulentas, y la reacción de los mercados de capitales frente a este sinceramiento. Pero la crisis griega, en sí misma un episodio puntual y relativamente menor, al tener elementos muy cercanos a las situaciones internas de otras economías europeas, enfrenta la posibilidad de transformarse en una gran crisis sistémica, contagiando a los países más débiles de la Unión Europea, poniendo en riesgo la propia integración del proceso comunitario, y uno de sus logros más preciados: el euro, la moneda común. La pregunta que ha originado los ríos de tinta en veintisiete idiomas durante esta semana es si la economía de Grecia en terapia intensiva es el último coletazo que la debacle económica internacional pega en las costas del viejo continente, o es, en rigor de verdad, el comienzo del nuevo y doloroso camino de ajustar las cuentas públicas –achicando los salarios y los beneficios sociales de la población, principalmente- que deberán transitar los demás socios europeos. Grecia como conclusión de una etapa, o esto recién empieza.
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La disyuntiva del primer ministro griego Giorgos Papandreu es, cuanto menos, paradógica. Lleva apenas seis semanas en el poder, luego de que su partido, el socialista Pasok, derrotara claramente en las últimas presidenciales al gobierno de derecha de Kostas Karamanlis (2004-2009) y a su partido Nueva Democracia. Una vez en el poder, y al tomar conocimiento de la verdadera situación de las cuentas públicas, y del ocultamiento y la manipulación de que éstas habían sido objeto bajo la anterior administración conservadora –con la invalorable asistencia de la banca norteamericana Goldman Sachs-, decidió hacer público los números reales: la deuda griega implica una porción del producto muy significativo; el déficit público no era del 3,7 por ciento, sino del 12,7 por ciento; hay sectores del presupuesto que han vivido una auténtica fiesta de derroche oculto; el gasto público está por arriba de las posibilidades de financiamiento real; y Grecia necesita con urgencia la inyección de dinero fresco para volver a equilibrar la caja: deberá emitir más 53.000 millones de euros de deuda para afrontar las necesidades de este año. Frente a este golpe de realidad, y a la volátil huída de los mercados financieros como consecuencia de ella, Papandreu tendrá ahora que aplicar las impopulares medidas de ajuste para evitar el colapso. Se ve a sí mismo como el capitán del Titanic, y no es para menos.
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La primera reacción de Giorgos Papandreu fue acudir a Europa, y se encontró con que, contra todo pronóstico, en el continente no había consenso para salir al rescate de uno de sus miembros. Por el contrario, había posiciones muy críticas y duras, algunos analistas recomendaban que el primer ministro se dirigiera al Fondo Monetario Internacional (lo que constituye casi un insulto para la autonomía financiera que Europa pretende para sí; se hablaba incluso de que Grecia podía salir de la “zona euro” (los 16 países de la Unión Europea que comparten la moneda) o, llegados al extremo, había quien opinaba que Grecia podía ser expulsada de la propia UE, para que en su caída no arrastrase a otras economías débiles, que comparten muchas de las características que han llevado a la griega al colapso, comenzando por la española y la portuguesa.
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Papandreu acudió a Ángela Merkel, y la actitud de la líder alemana le pareció muy tibia. Los alemanes tienen presente en su conciencia histórica lo que significó para ellos, en un pasado relativamente reciente, un proceso inflacionario desbocado, el “huevo de la serpiente” donde se incubó el nacionalsocialismo y el verbo inflamado de Adolf Hitler. Ayudar con sus impuestos a aquellos que no han hecho los deberes fiscales durante años (los “avivados”, como los llama la señora Merkel), no solamente es una medida impopular, sino que tiene inclusive limitaciones legales en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional alemán.
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Papandreu se dirigió, entonces, a París, la otra rueda de la vieja locomotora europea. Nicolas Sarkozy lo recibió en el Elíseo, y se comprometió a gestionar un encuentro de máximo nivel en Europa. No pesó tanto en el presidente francés la solidaridad con el heleno, sino que, a once años de su puesta en circulación, esta es la primera crisis de envergadura que enfrenta el euro, y la forma en que la Unión Europea lo enfrente, sentará los precedentes suficientes como para enviar señales fuertes a los demás miembros respecto de sus disciplinas fiscales internas, como a los mercados financieros, en el sentido de que el proceso de integración continental no dejará librado a uno de los suyos a la voracidad de los grandes grupos y fondos de inversión globales.
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El protagonismo al que el presidente francés es tan afecto tuvo resultados inmediatos. Se reunió una cumbre donde, además de Sarkozy y Papandreu, asistieron Ángela Merkel, el presidente permanente de la UE, Herman Van Rumpuy, el presidente de la Comisión Europea, José Duráo Barroso, y el presidente del Banco Central Europeo, Jean-Claude Trichet. Y decidieron no dejar caer a Grecia. Pero el precio será altísimo: la política fiscal griega será controlada por los organismos de la UE, lo que constituye –como lo remarcan todos los días las crecientes movilizaciones callejeras en Atenas- un menoscabo de la soberanía nacional griega. Papandreu, además, se ha comprometido con sus pares europeos a reducir el déficit fiscal griego en cuatro puntos durante 2010 (del 12,7 por ciento al 8,7 por ciento), y ese achique implicará un ajuste extraordinario, que deberá estar soportado en recortes al gasto social, y –fundamentalmente- en la disminución abrupta de los sueldos de los empleados públicos. Con estas medidas, sólo es esperable que las repulsas populares que ya han empezado a tomar fuerza en Atenas, vayan a mayores. Los sindicatos, cercanos al partido socialista Pasok del primer ministro, ya han anunciado que no apoyarán sus medidas, y se movilizarán contra ellas.
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En esta coyuntura tan crítica, además, hay proyecciones que plantean la crisis griega como una antesala de los escenarios económicos que se avecinan. El profesor Paul Krugman, que enseña economía en Princeton y obtuvo el premio Nobel en 2008, acaba de publicar un análisis (“La creación de un eurocaos” 16/02/2010) donde sostiene que la renuncia a la capacidad de emitir moneda nacional, esto es, la pérdida de la soberanía monetaria por parte de los países europeos, y por ello la incapacidad para devaluar como medida correctiva frente a la crisis, hace esperable que situaciones como la griega se repitan en otros socios. El profesor Santiago Niño Becerra, que enseña estructura económica en Barcelona, sostiene que es un error pensar que ya ha pasado lo peor y que ahora vendrá el crecimiento nuevamente, en realidad lo sucedido es sólo la antesala de lo que está por llegar, Grecia estaría mostrando el inicio de una crisis sistémica que estallaría a mediados del año en curso, cuando se combinara la reducción del crédito, la disminución del consumo, el achicamiento del gasto público, y el aumento del desempleo. Su libro se llama, claro, “El crash del 2010”.
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Lejos de estas tendencias catastrofistas, tampoco coincido en el diagnóstico del profesor Krugman. El problema no ha sido la precipitación en la instalación del euro como moneda común, sino la debilidad y la tibieza en seguir adelante con la integración política. Sólo así, con “más” Europa política (no solamente con la Europa de libre comercio, como siempre quisieron los británicos), con gobierno económico común, con un Tesoro, con un presupuesto europeo, con una política fiscal consensuada entre los miembros del eurogrupo, con un fondo de emergencia que modere las crisis anticíclicas, Europa –y, como ella, otras regiones del planeta que están embarcadas en procesos de integración- conjurarán los “crash” al que pueden empujarlas los grandes grupos financieros y los fondos buitres de este estadio de la globalización internacional.
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nelson.specchia@gmail.com
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