Hoy Día Córdoba – Periscopio – Magazine – viernes 3 de febrero de 2012
La próxima ‘generación perdida’ de Europa
por Nelson Gustavo Specchia
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Quedaba esa posibilidad, pequeña y remota. Pero los optimistas y esperanzados sostenían que en la Cumbre de Bruselas, los últimos días de enero, podía llegar a torcerse el rumbo cerradamente ortodoxo con que el liderazgo europeo viene programando enfrentar la crisis. Esa pequeña posibilidad se había alimentado con algunos rumores, otros trascendidos, y la fuerte contestación social que están provocando las políticas de ajuste. Los rumores comenzaron apenas terminó la última Cumbre, en diciembre pasado, con el portazo pegado por el premier inglés, David Cameron, que rompió con su oposición la posibilidad de modificación del tratado constitutivo de la Unión Europa, para lo cual se requiere la unanimidad de los Veintisiete.
Después de esa grieta abierta por el británico, los rumores contra el mantenimiento del achique a rajatabla fueron alimentados por las declaraciones de otros dirigentes de países pequeños, que calculando en fino fueron llegando a la conclusión de que limitar el déficit público a los porcentajes que les exige Ángela Merkel terminará por ahogar sus ya quebradizas economías. Y por último, la débil esperanza de un cambio de rumbo llegó con las declaraciones previas a la Cumbre por parte de los máximos responsables de las propias instituciones comunitarias. Tanto el portugués José Manuel Duráo Barroso, presidente de la Comisión Europea, como el belga Herman Van Rompuy, presidente permanente del Consejo Europeo, emitieron señales de que toda la estrategia para hacer frente a la mayor crisis económica desde la posguerra no pueda quedar limitada al control del gasto público, sino que debería también atender al crecimiento y a la generación de empleo. Quizás las motivaciones reales de los responsables de los organismos de la Unión Europea atienden a recuperar un espacio que han perdido, frente a la iniciativa política de los jefes de gobierno de los principales países: la dupla Merkel-Nicolás Sarkozy, y la voz (disonante) de Cameron, han desplazado a la Comisión, al Consejo –y en cierta medida también al Parlamento Europeo- a un segundo plano en el manejo de la crisis. Pero, sea por motivos estratégicos o por una preocupación real, Barroso pareció ofrecer un contrapunto a Merkel al sostener, horas antes del inicio de la Cumbre de Bruselas, que “no podemos construir Europa sólo sobre la idea de la disciplina y las sanciones, necesitamos también la idea de la convergencia, de la solidaridad, necesitamos dar esperanza a los ciudadanos europeos.” El flamenco Van Rumpuy, bastante más parco en palabras que el portugués, también puso una nota de matiz frente a la embestida ortodoxa germana: junto a las reducciones de los déficit, dijo, también se debería “garantizar el crecimiento y el empleo (...) y las inversiones de futuro, como en educación y en economía sostenible.”
Señales, sutiles y quizás extemporáneas, que parecían abrir una pequeña ventana de oportunidad para que de la reunión del liderazgo europeo surgiera algo diferente. Pero no, eran señales falsas: la Cumbre de Bruselas ratificó en todo y en parte la receta diseñada en Berlín, con la firma autógrafa de la Canciller Ángela Merkel, el aval de su Partido Demócrata-cristiano (CDU), y ratificado por el pleno legislativo del Bundestag alemán. Los diecisiete países que comparten la moneda común (la “eurozona”), más todos aquellos socios comunitarios que quieran voluntariamente adherirse (Cameron volvió a dar la nota discordante, y ahora acompañado en el rechazo también por la República Checa), consensuaron en la Cumbre un nuevo Tratado intergubernamental, que firmarán el 1 de marzo próximo y entrará en vigor el 1 de enero de 2013.
La nueva herramienta consagra la denominada “regla de oro”: ningún Estado-miembro podrá tener un déficit público superior al 0,5 por ciento de su Producto Bruto Interno, y todos tendrán que modificar sus Constituciones para incorporar esta obligación a las leyes fundamentales nacionales. Y con una persecución de policía maccarthista, otorga poderes a cualquier país para denunciar a otro ante el Tribunal de la Unión Europea, frente a la sospecha de que esté manipulando sus cuentas para esquivar este tope del gasto público.
El nuevo acuerdo multilateral, pomposamente denominado “Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza de la Unión Económica y Monetaria”, se presenta como el esperado “gobierno económico” de la Unión Europea. Pero su articulado está lejos de cumplir con esta expectativa de políticas continentales, limitándose a satisfacer la idea fija de la señora Merkel, según la viene repitiendo desde que estallara la crisis: “el crecimiento será un producto de la disciplina presupuestaria”. Ya basta de alimentar vagos e indisciplinados derrochadores. A ajustarse los cinturones, y a ahorrar, caiga quien caiga.
BOMBA DE TIEMPO
El tema es que ya están cayendo, y la rigidez hecha norma y ley comunitaria en la Cumbre de Bruselas hipoteca seriamente, a un nivel generacional, el futuro social del continente. Ya no se trata sólo de la idea del “Estado de Bienestar” de posguerra, ni de las discusiones ideológicas en torno a mayores o menores niveles de cobertura asistencial. Por el contrario, las mediciones y prospectivas sociológicas, y los porcentajes de población –especialmente en franjas etarias muy sensibles, como la infancia y la juventud- que están quedando fuera del sistema, dibujan un escenario de futuro mediato más que preocupante.
La clase media ha sido la gran incorporación de la modernidad occidental al sistema político, y esa base de sustentación de la pirámide europea es la que aceleradamente está siendo impactada por la crisis, y la que se verá más afectada por las consecuencias de las recetas de ajuste de Merkel-Sarkozy.
Según los últimos censos sociológicos, la desocupación laboral, el desempleo, sube como leche hirviendo y ya alcanza a 23 millones de personas. Pero lo más significativo es que en ese grupo, más de una quinta parte son jóvenes menores de 25 años (5.579.000 al 30 de enero) que aún no han conseguido –ni conseguirán en lo inmediato- su primer trabajo. Donde la crisis ha hecho mella –y donde, paradójicamente, el achique al gasto público se aplicará al pie de la letra- esta incidencia juvenil trepa hasta la mitad del total de desocupados. En España, donde Mariano Rajoy ha prometido ser más papista que el papa, y para congraciarse con Merkel asegura que llevará el déficit al cero, por debajo aún de la “regla de oro” insertada en la Constitución, la tasa de desempleo de menores de 25 años llega al 49,5%. En Grecia es del 46,6%, y en Italia –la tercera economía europea- llega al 30%. En Portugal e Irlanda, otros de los “indisciplinados derrochadores”, esos porcentajes son del 30,7% y del 29,3%, respectivamente. En ninguno de estos colectivos sociales hay posibilidades de corrección de la actual situación, y sí, en todos los casos, las políticas de austeridad aumentarán la base numérica de desocupados y profundizarán la exclusión.
Como no había vuelto a verse desde mediados de la década de los ’40 del siglo XX, cuando la posguerra mundial, la indefensión, las enfermedades y el hambre alumbraron la última “generación perdida”, las alarmas han comenzado a saltar en los gabinetes socio-demográficos. En tres años, la población europea en situación de pobreza y exclusión ha pasado de 85 millones a 115 millones de personas: 30 millones en tres años, una velocidad inusitada.
Además de los mencionados Estados mediterráneos –objetos de la ira justiciera de los planes de Merkel- en los países centrales también hay semáforos amarillos: Londres registra una de las mayores tasas de pobreza infantil de toda la Unión Europea, una postal dickensiana en la postmodernidad. En Islandia, otra de las que fueron sólidas economías de bienestar hasta hace unos pocos meses, los índices de pobreza se han disparado tras el colapso bancario, y han acercado el escenario nórdico al de las sociedades post-soviéticas de la Europa del Este, algo impensable hasta al año pasado, sin ir más lejos.
En el borde oriental la situación que ya era mala va a peor: Bulgaria registra un índice de pobreza y exclusión del 46,2 por ciento del total de su población total; el de Rumania es apenas menor: 43,1%. Y ahora ni siquiera está la salida de migrar hacia el Oeste: en Madrid, uno de cada cuatro niños ya vive en situación de pobreza.
No es una exageración de las estadísticas, sino la real amenaza de alumbrar una nueva “generación perdida”: los sindicatos de maestros de Atenas ya van denunciando varios desvanecimientos de alumnos en escuelas primarias, adjudicados a deficiencias en la dieta.
Los conservadores europeos parecen dispuestos a que aparezca nuevamente el fantasma del hambre, medio siglo después de haberlo conjurado. Cualquier cosa, con tal de que los presupuestos estén equilibrados.
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La próxima ‘generación perdida’ de Europa
por Nelson Gustavo Specchia
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Quedaba esa posibilidad, pequeña y remota. Pero los optimistas y esperanzados sostenían que en la Cumbre de Bruselas, los últimos días de enero, podía llegar a torcerse el rumbo cerradamente ortodoxo con que el liderazgo europeo viene programando enfrentar la crisis. Esa pequeña posibilidad se había alimentado con algunos rumores, otros trascendidos, y la fuerte contestación social que están provocando las políticas de ajuste. Los rumores comenzaron apenas terminó la última Cumbre, en diciembre pasado, con el portazo pegado por el premier inglés, David Cameron, que rompió con su oposición la posibilidad de modificación del tratado constitutivo de la Unión Europa, para lo cual se requiere la unanimidad de los Veintisiete.
Después de esa grieta abierta por el británico, los rumores contra el mantenimiento del achique a rajatabla fueron alimentados por las declaraciones de otros dirigentes de países pequeños, que calculando en fino fueron llegando a la conclusión de que limitar el déficit público a los porcentajes que les exige Ángela Merkel terminará por ahogar sus ya quebradizas economías. Y por último, la débil esperanza de un cambio de rumbo llegó con las declaraciones previas a la Cumbre por parte de los máximos responsables de las propias instituciones comunitarias. Tanto el portugués José Manuel Duráo Barroso, presidente de la Comisión Europea, como el belga Herman Van Rompuy, presidente permanente del Consejo Europeo, emitieron señales de que toda la estrategia para hacer frente a la mayor crisis económica desde la posguerra no pueda quedar limitada al control del gasto público, sino que debería también atender al crecimiento y a la generación de empleo. Quizás las motivaciones reales de los responsables de los organismos de la Unión Europea atienden a recuperar un espacio que han perdido, frente a la iniciativa política de los jefes de gobierno de los principales países: la dupla Merkel-Nicolás Sarkozy, y la voz (disonante) de Cameron, han desplazado a la Comisión, al Consejo –y en cierta medida también al Parlamento Europeo- a un segundo plano en el manejo de la crisis. Pero, sea por motivos estratégicos o por una preocupación real, Barroso pareció ofrecer un contrapunto a Merkel al sostener, horas antes del inicio de la Cumbre de Bruselas, que “no podemos construir Europa sólo sobre la idea de la disciplina y las sanciones, necesitamos también la idea de la convergencia, de la solidaridad, necesitamos dar esperanza a los ciudadanos europeos.” El flamenco Van Rumpuy, bastante más parco en palabras que el portugués, también puso una nota de matiz frente a la embestida ortodoxa germana: junto a las reducciones de los déficit, dijo, también se debería “garantizar el crecimiento y el empleo (...) y las inversiones de futuro, como en educación y en economía sostenible.”
Señales, sutiles y quizás extemporáneas, que parecían abrir una pequeña ventana de oportunidad para que de la reunión del liderazgo europeo surgiera algo diferente. Pero no, eran señales falsas: la Cumbre de Bruselas ratificó en todo y en parte la receta diseñada en Berlín, con la firma autógrafa de la Canciller Ángela Merkel, el aval de su Partido Demócrata-cristiano (CDU), y ratificado por el pleno legislativo del Bundestag alemán. Los diecisiete países que comparten la moneda común (la “eurozona”), más todos aquellos socios comunitarios que quieran voluntariamente adherirse (Cameron volvió a dar la nota discordante, y ahora acompañado en el rechazo también por la República Checa), consensuaron en la Cumbre un nuevo Tratado intergubernamental, que firmarán el 1 de marzo próximo y entrará en vigor el 1 de enero de 2013.
La nueva herramienta consagra la denominada “regla de oro”: ningún Estado-miembro podrá tener un déficit público superior al 0,5 por ciento de su Producto Bruto Interno, y todos tendrán que modificar sus Constituciones para incorporar esta obligación a las leyes fundamentales nacionales. Y con una persecución de policía maccarthista, otorga poderes a cualquier país para denunciar a otro ante el Tribunal de la Unión Europea, frente a la sospecha de que esté manipulando sus cuentas para esquivar este tope del gasto público.
El nuevo acuerdo multilateral, pomposamente denominado “Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza de la Unión Económica y Monetaria”, se presenta como el esperado “gobierno económico” de la Unión Europea. Pero su articulado está lejos de cumplir con esta expectativa de políticas continentales, limitándose a satisfacer la idea fija de la señora Merkel, según la viene repitiendo desde que estallara la crisis: “el crecimiento será un producto de la disciplina presupuestaria”. Ya basta de alimentar vagos e indisciplinados derrochadores. A ajustarse los cinturones, y a ahorrar, caiga quien caiga.
BOMBA DE TIEMPO
El tema es que ya están cayendo, y la rigidez hecha norma y ley comunitaria en la Cumbre de Bruselas hipoteca seriamente, a un nivel generacional, el futuro social del continente. Ya no se trata sólo de la idea del “Estado de Bienestar” de posguerra, ni de las discusiones ideológicas en torno a mayores o menores niveles de cobertura asistencial. Por el contrario, las mediciones y prospectivas sociológicas, y los porcentajes de población –especialmente en franjas etarias muy sensibles, como la infancia y la juventud- que están quedando fuera del sistema, dibujan un escenario de futuro mediato más que preocupante.
La clase media ha sido la gran incorporación de la modernidad occidental al sistema político, y esa base de sustentación de la pirámide europea es la que aceleradamente está siendo impactada por la crisis, y la que se verá más afectada por las consecuencias de las recetas de ajuste de Merkel-Sarkozy.
Según los últimos censos sociológicos, la desocupación laboral, el desempleo, sube como leche hirviendo y ya alcanza a 23 millones de personas. Pero lo más significativo es que en ese grupo, más de una quinta parte son jóvenes menores de 25 años (5.579.000 al 30 de enero) que aún no han conseguido –ni conseguirán en lo inmediato- su primer trabajo. Donde la crisis ha hecho mella –y donde, paradójicamente, el achique al gasto público se aplicará al pie de la letra- esta incidencia juvenil trepa hasta la mitad del total de desocupados. En España, donde Mariano Rajoy ha prometido ser más papista que el papa, y para congraciarse con Merkel asegura que llevará el déficit al cero, por debajo aún de la “regla de oro” insertada en la Constitución, la tasa de desempleo de menores de 25 años llega al 49,5%. En Grecia es del 46,6%, y en Italia –la tercera economía europea- llega al 30%. En Portugal e Irlanda, otros de los “indisciplinados derrochadores”, esos porcentajes son del 30,7% y del 29,3%, respectivamente. En ninguno de estos colectivos sociales hay posibilidades de corrección de la actual situación, y sí, en todos los casos, las políticas de austeridad aumentarán la base numérica de desocupados y profundizarán la exclusión.
Como no había vuelto a verse desde mediados de la década de los ’40 del siglo XX, cuando la posguerra mundial, la indefensión, las enfermedades y el hambre alumbraron la última “generación perdida”, las alarmas han comenzado a saltar en los gabinetes socio-demográficos. En tres años, la población europea en situación de pobreza y exclusión ha pasado de 85 millones a 115 millones de personas: 30 millones en tres años, una velocidad inusitada.
Además de los mencionados Estados mediterráneos –objetos de la ira justiciera de los planes de Merkel- en los países centrales también hay semáforos amarillos: Londres registra una de las mayores tasas de pobreza infantil de toda la Unión Europea, una postal dickensiana en la postmodernidad. En Islandia, otra de las que fueron sólidas economías de bienestar hasta hace unos pocos meses, los índices de pobreza se han disparado tras el colapso bancario, y han acercado el escenario nórdico al de las sociedades post-soviéticas de la Europa del Este, algo impensable hasta al año pasado, sin ir más lejos.
En el borde oriental la situación que ya era mala va a peor: Bulgaria registra un índice de pobreza y exclusión del 46,2 por ciento del total de su población total; el de Rumania es apenas menor: 43,1%. Y ahora ni siquiera está la salida de migrar hacia el Oeste: en Madrid, uno de cada cuatro niños ya vive en situación de pobreza.
No es una exageración de las estadísticas, sino la real amenaza de alumbrar una nueva “generación perdida”: los sindicatos de maestros de Atenas ya van denunciando varios desvanecimientos de alumnos en escuelas primarias, adjudicados a deficiencias en la dieta.
Los conservadores europeos parecen dispuestos a que aparezca nuevamente el fantasma del hambre, medio siglo después de haberlo conjurado. Cualquier cosa, con tal de que los presupuestos estén equilibrados.
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