HOY DÍA CÓRDOBA – columna “Periscopio” – viernes 9 de marzo de 2012.
Crónica de un regreso anunciado
Por Nelson Gustavo Specchia
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Vladimir Putin ha vuelto a ser elegido presidente de Rusia, en primera vuelta y por un abrumador porcentaje de votos. Doce años después de haber conquistado el gobierno, el presidente electo (asumirá en mayo próximo, y esta vez por 6 años), ex presidente (8 años en el cargo) y actual primer ministro (los últimos 4 años), vuelve al Kremlin, el centro neurálgico del poder ruso. Pocas cosas más predecibles que este retorno, ya que Putin, en realidad, nunca se terminó de ir, merced a la estrategia de tándem armada con su delfín y sucesor (y ahora antecesor y seguramente mañana sucesor nuevamente) Dmitri Medvédev. Una fórmula de retención del poder, del gobierno y de las instituciones, que marca de una manera muy particular la herencia postsoviética y el resurgimiento de Rusia como potencia global.
Con la vuelta/permanencia de Putin, además, es el sistema democrático ruso el que pierde una nueva oportunidad de avanzar en su profundización y saneamiento. Por el contrario, la ausencia total de transparencia de la Administración y la sumatoria de argucias legislativas para favorecer electoralmente al partido gubernamental, Rusia Unida; la utilización espuria y desbalanceada de la propaganda partidaria en la televisión estatal; la manipulación de las partidas presupuestarias con fines electorales; el agite del chauvinismo patriotero, nacionalista y militarista; la asociación machista del poder político con la virilidad del “hombre fuerte”; el fraude generalizado de baja intensidad (constatado por los observadores internacionales y admitido por el propio presidente electo); el control oficial sobre la prensa y la censura previa; la violencia contra periodistas críticos –incluyendo el asesinato nunca investigado ni resuelto de Anna Politkovskaya entre una nómina creciente-; la persecución y encarcelamiento de opositores (Mikhail Jodorkovski sigue en la cárcel, acusado de estafa y robo de la propiedad del Estado) y la prohibición de candidatos (como al liberal Gregori Yavlinski en estas elecciones); la endogamia del clan dirigente, que frena la renovación de toda la clase política; y una metodología de cooptación de voluntades que mezcla prebendas y dádivas, con acoso y marginación; son las notas predominantes del “Programa Putin”.
Un programa que, en definitiva, sostiene una democracia imperfecta, paternalista, dirigida y tutelada, donde la voluntad popular y las demandas emergentes de la sociedad civil siguen siendo desplazadas a los márgenes del sistema.
Pero, con todas las salvedades anotadas arriba, el 64 por ciento obtenido por Vladimir Putin obliga a preguntarnos si los rusos no siguen prefiriendo esperar el bienestar económico prometido por este nuevo Zar en base al petróleo (Rusia es el primer productor de gas del mundo, y el segundo de petróleo), inclusive a costa de resignar porciones de voluntad democrática.
ATREVETE CON EL OSO BLANCO
Pero además, este respaldo popular viene atado a un discurso de recuperación del herido orgullo nacional, que delinea las principales directrices del sexenio que ahora empieza. Y después de haber descartado el frágil acercamiento propuesto por Barack Obama al inicio de su mandato, Putin ha vuelto a concebir la relación con Washington en clave de guerra fría.
El presidente quiere rentabilizar la estabilidad y el orden que impuso a la sociedad rusa, tras la caótica transición postsoviética de los dos períodos presidenciales de Boris Yeltsin, en los años noventa. Después de aquella rebatiña de las grandes empresas públicas entre los nuevos oligarcas cercanos a Yeltsin, Putin puso orden con puño de hierro: utilizó la represión militar sin miramientos en Chechenia contra los separatistas del Cáucaso, e invadió Georgia; y empujó al exilio a algunos de los nuevos magnates enriquecidos con las ex empresas soviéticas (como Boris Bereszovski), cooptó a otros, a costa de que financiaran a su partido Rusia Unida (como Román Abramovich), y metió en la cárcel a aquellos que se negaron (como Jodorkovski).
Esta estrategia de tres partes –rechazo a una alianza de convivencia con Estados Unidos, fortalecimiento de las fronteras exteriores, y consolidación de la élite política interna en torno a su figura- trajo estabilidad, hay que reconocerlo. Pero también fortaleció una modalidad verticalista en la toma de decisiones, que reforzó la figura y el férreo control del presidente en todas las áreas de la Administración.
Esa modalidad de gestionar la cosa pública está, además, en consonancia con la personalidad de Vladimir Putin. Su formación juvenil durante los duros años soviéticos de la “era Brezhnev”, su instrucción como espía de los servicios secretos del KGB, y su experiencia política en la “nomenklatura”, parecen llevarlo naturalmente a gestionar el Estado desde la opacidad, la toma de decisiones estrictamente jerárquicas, el secretismo en las primeras líneas de gobierno, y el control total sobre las actividades administrativas.
Hacia el exterior, por último, la imagen que Putin intentará proyectar será la del imperio poderoso, autosuficiente, líder indiscutido a nivel regional y principal actor a escala global.
O sea, nuevamente la vieja aspiración zarista-soviética. Y como lo hicieran durante una buena parte del siglo XX, el presidente ha decidido volver a poner las fichas en la capacidad militar. Putin sostiene que la industria de defensa no solamente le volverá a otorgar a Rusia el lugar que le corresponde en la distribución mundial del poder, sino que también será la base de su modernización económica. Tal como lo hace, sugiere con una sonrisa fría, el complejo industrial-militar norteamericano.
Está en el programa electoral en el que basó la campaña, y que fue respaldado por esa abrumadora mayoría de rusos: el objetivo es que Rusia, apoyándose en su potencial de disuasión nuclear, desarrolle nuevas armas y recupere el papel de superpotencia. El programa habla de una inversión militar “sin precedentes”, y con esos millones de rublos se financiarán nuevas capacidades militares en el espacio y en cyberespacio, y la creación de sistemas de armamentos sobre nuevos principios físicos: de rayos, geofísicas, de ondas, de genes y psicofísicas. Todos ellos, junto con la bomba atómica, permitirán “lograr nuestros fines políticos y estratégicos”. Preocupante, cuanto menos.
HARTO YA DE ESTAR HARTO
La crónica del regreso de Vladimir Putin al Kremlin es un revival, y su proyecto de futuro es, en realidad, un proyecto de pasado. Me pregunto, por ello, si su estrategia tendrá largo aliento, cuando veo las manifestaciones y las movilizaciones de los últimos meses, especialmente las que se vienen organizando tras las elecciones legislativas de diciembre, tan criticadas por fraudulentas. La vieja Madre Rusia, con su peso rural y su pasividad social de siglos, ya comienza también a ser pieza de museo, como muchas de las ideas del nuevo presidente. Aquella aceptación acrítica que se templó durante el protofeudalismo zarista y las ocho décadas de comunismo soviético, va siendo paulatinamente reemplazada por una incipiente sociedad civil, universitaria e instruida, de jóvenes emprendedores, de artistas e intelectuales, también de consumidores –tanto de bienes como de servicios culturales de la aldea global-.
Estos colectivos emergentes de la sociedad rusa demandan ciudadanía, y Vadimir Putin y su entorno no tienen para ellos nada –o casi nada- que ofrecerles. Habrá que ver si la mayoría obtenida por el presidente los disuade de la protesta, o si permanecen en ella. Quizá sean los próximos protagonistas de una futura “primavera rusa”, como esa que sacude desde hace un año al mundo árabe.
Twitter: @nspecchia
Crónica de un regreso anunciado
Por Nelson Gustavo Specchia
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Vladimir Putin ha vuelto a ser elegido presidente de Rusia, en primera vuelta y por un abrumador porcentaje de votos. Doce años después de haber conquistado el gobierno, el presidente electo (asumirá en mayo próximo, y esta vez por 6 años), ex presidente (8 años en el cargo) y actual primer ministro (los últimos 4 años), vuelve al Kremlin, el centro neurálgico del poder ruso. Pocas cosas más predecibles que este retorno, ya que Putin, en realidad, nunca se terminó de ir, merced a la estrategia de tándem armada con su delfín y sucesor (y ahora antecesor y seguramente mañana sucesor nuevamente) Dmitri Medvédev. Una fórmula de retención del poder, del gobierno y de las instituciones, que marca de una manera muy particular la herencia postsoviética y el resurgimiento de Rusia como potencia global.
Con la vuelta/permanencia de Putin, además, es el sistema democrático ruso el que pierde una nueva oportunidad de avanzar en su profundización y saneamiento. Por el contrario, la ausencia total de transparencia de la Administración y la sumatoria de argucias legislativas para favorecer electoralmente al partido gubernamental, Rusia Unida; la utilización espuria y desbalanceada de la propaganda partidaria en la televisión estatal; la manipulación de las partidas presupuestarias con fines electorales; el agite del chauvinismo patriotero, nacionalista y militarista; la asociación machista del poder político con la virilidad del “hombre fuerte”; el fraude generalizado de baja intensidad (constatado por los observadores internacionales y admitido por el propio presidente electo); el control oficial sobre la prensa y la censura previa; la violencia contra periodistas críticos –incluyendo el asesinato nunca investigado ni resuelto de Anna Politkovskaya entre una nómina creciente-; la persecución y encarcelamiento de opositores (Mikhail Jodorkovski sigue en la cárcel, acusado de estafa y robo de la propiedad del Estado) y la prohibición de candidatos (como al liberal Gregori Yavlinski en estas elecciones); la endogamia del clan dirigente, que frena la renovación de toda la clase política; y una metodología de cooptación de voluntades que mezcla prebendas y dádivas, con acoso y marginación; son las notas predominantes del “Programa Putin”.
Un programa que, en definitiva, sostiene una democracia imperfecta, paternalista, dirigida y tutelada, donde la voluntad popular y las demandas emergentes de la sociedad civil siguen siendo desplazadas a los márgenes del sistema.
Pero, con todas las salvedades anotadas arriba, el 64 por ciento obtenido por Vladimir Putin obliga a preguntarnos si los rusos no siguen prefiriendo esperar el bienestar económico prometido por este nuevo Zar en base al petróleo (Rusia es el primer productor de gas del mundo, y el segundo de petróleo), inclusive a costa de resignar porciones de voluntad democrática.
ATREVETE CON EL OSO BLANCO
Pero además, este respaldo popular viene atado a un discurso de recuperación del herido orgullo nacional, que delinea las principales directrices del sexenio que ahora empieza. Y después de haber descartado el frágil acercamiento propuesto por Barack Obama al inicio de su mandato, Putin ha vuelto a concebir la relación con Washington en clave de guerra fría.
El presidente quiere rentabilizar la estabilidad y el orden que impuso a la sociedad rusa, tras la caótica transición postsoviética de los dos períodos presidenciales de Boris Yeltsin, en los años noventa. Después de aquella rebatiña de las grandes empresas públicas entre los nuevos oligarcas cercanos a Yeltsin, Putin puso orden con puño de hierro: utilizó la represión militar sin miramientos en Chechenia contra los separatistas del Cáucaso, e invadió Georgia; y empujó al exilio a algunos de los nuevos magnates enriquecidos con las ex empresas soviéticas (como Boris Bereszovski), cooptó a otros, a costa de que financiaran a su partido Rusia Unida (como Román Abramovich), y metió en la cárcel a aquellos que se negaron (como Jodorkovski).
Esta estrategia de tres partes –rechazo a una alianza de convivencia con Estados Unidos, fortalecimiento de las fronteras exteriores, y consolidación de la élite política interna en torno a su figura- trajo estabilidad, hay que reconocerlo. Pero también fortaleció una modalidad verticalista en la toma de decisiones, que reforzó la figura y el férreo control del presidente en todas las áreas de la Administración.
Esa modalidad de gestionar la cosa pública está, además, en consonancia con la personalidad de Vladimir Putin. Su formación juvenil durante los duros años soviéticos de la “era Brezhnev”, su instrucción como espía de los servicios secretos del KGB, y su experiencia política en la “nomenklatura”, parecen llevarlo naturalmente a gestionar el Estado desde la opacidad, la toma de decisiones estrictamente jerárquicas, el secretismo en las primeras líneas de gobierno, y el control total sobre las actividades administrativas.
Hacia el exterior, por último, la imagen que Putin intentará proyectar será la del imperio poderoso, autosuficiente, líder indiscutido a nivel regional y principal actor a escala global.
O sea, nuevamente la vieja aspiración zarista-soviética. Y como lo hicieran durante una buena parte del siglo XX, el presidente ha decidido volver a poner las fichas en la capacidad militar. Putin sostiene que la industria de defensa no solamente le volverá a otorgar a Rusia el lugar que le corresponde en la distribución mundial del poder, sino que también será la base de su modernización económica. Tal como lo hace, sugiere con una sonrisa fría, el complejo industrial-militar norteamericano.
Está en el programa electoral en el que basó la campaña, y que fue respaldado por esa abrumadora mayoría de rusos: el objetivo es que Rusia, apoyándose en su potencial de disuasión nuclear, desarrolle nuevas armas y recupere el papel de superpotencia. El programa habla de una inversión militar “sin precedentes”, y con esos millones de rublos se financiarán nuevas capacidades militares en el espacio y en cyberespacio, y la creación de sistemas de armamentos sobre nuevos principios físicos: de rayos, geofísicas, de ondas, de genes y psicofísicas. Todos ellos, junto con la bomba atómica, permitirán “lograr nuestros fines políticos y estratégicos”. Preocupante, cuanto menos.
HARTO YA DE ESTAR HARTO
La crónica del regreso de Vladimir Putin al Kremlin es un revival, y su proyecto de futuro es, en realidad, un proyecto de pasado. Me pregunto, por ello, si su estrategia tendrá largo aliento, cuando veo las manifestaciones y las movilizaciones de los últimos meses, especialmente las que se vienen organizando tras las elecciones legislativas de diciembre, tan criticadas por fraudulentas. La vieja Madre Rusia, con su peso rural y su pasividad social de siglos, ya comienza también a ser pieza de museo, como muchas de las ideas del nuevo presidente. Aquella aceptación acrítica que se templó durante el protofeudalismo zarista y las ocho décadas de comunismo soviético, va siendo paulatinamente reemplazada por una incipiente sociedad civil, universitaria e instruida, de jóvenes emprendedores, de artistas e intelectuales, también de consumidores –tanto de bienes como de servicios culturales de la aldea global-.
Estos colectivos emergentes de la sociedad rusa demandan ciudadanía, y Vadimir Putin y su entorno no tienen para ellos nada –o casi nada- que ofrecerles. Habrá que ver si la mayoría obtenida por el presidente los disuade de la protesta, o si permanecen en ella. Quizá sean los próximos protagonistas de una futura “primavera rusa”, como esa que sacude desde hace un año al mundo árabe.
Twitter: @nspecchia