HOY DÍA CÓRDOBA – columna “Periscopio” – viernes 2 de marzo de 2012.
¿Príncipe o sapito encantado?
Por Nelson Gustavo Specchia
La Monarquía española, muy a su pesar, ocupa desde fines del año pasado el centro de las miradas de la península, y de una sección de la prensa que no le es nada habitual: las páginas policiales.
Desde fines de diciembre, cuando el juez José Castro, titular de la Sala Número 3 de los Tribunales de Palma de Mallorca e instructor del caso de corrupción en torno al Instituto Nóos, decidió levantar el secreto de sumario e imputar como acusado de malversaciones de fondos millonarios al yerno del rey Juan Carlos I de Borbón, Iñaki Urdangarin, el sistema político español comenzó a contener el aliento. El juez citó a Urdangarin a prestar declaración indagatoria para febrero, notificándolo de que libraría contra él una orden de arresto si no dejaba su seguro domicilio en Washington y no se trasladaba al territorio español a presentarse ante los juzgados. El yerno del monarca –junto a su esposa, la infanta Cristina- volaron desde la capital norteamericana, donde residen, y el Duque de Palma se presentó en el tribunal del juez Castro. Por primera vez en la historia de España, un miembro de la realeza tuvo que acudir como imputado a declarar ante un tribunal civil.
La noticia podría haberse limitado a esas páginas de policiales, que han tenido a Urdangarin como protagonista estrella durante las últimas semanas. Pero las circunstancias especiales que rodean a los reyes españoles en particular, y al sistema monárquico en relación con la política interna en general, hacen que las corruptelas en las que el poco prudente Duque haya incurrido, tendrán un impacto político imposible de esquivar.
UN HOMBRE DISCRETO
El Rey de España es una figura respetada por prácticamente todo el arco político, incluyendo a la izquierda republicana. Una consideración que Juan Carlos de Borbón se ha granjeado, no sin dificultades, a fuerza de compromiso con las instituciones democráticas, y de un muy bajo perfil en la incidencia de la familia real en cualquier otro aspecto de la vida pública española que no sea la representación formal de la Jefatura del Estado. Así, en los cortos años de vida institucional desde la Transición, el monarca ha logrado remontar el “pecado de origen” de haber sido elegido por el dictador Francisco Franco, y puesto por él en la condición de sucederlo tras su muerte. Esa manera tan displicente del “Caudillo” –en la misma línea de discrecionalidad absoluta con que gobernó el país durante cuatro décadas- no respondía a ninguna lógica. Los sectores monárquicos habían apoyado claramente al golpe de Estado contra la República, y se embarcaron sin dudar en el bando de los Nacionales cuando estalló la Guerra Civil; pero todos suponían que, una vez que el golpe se hubiera consumado y el gobierno de “los rojos” hubiese sido expulsado del poder, los militares devolverían la jefatura del país a los Borbones. Y así lo entendió también, durante años, don Juan, el hijo de Alfonso XIII y heredero de la Casa Real. Don Juan confiaba en el generalísimo Franco (lo llamaba “mi Franquito”), pero una vez que tuvo el poder en sus manos, “Franquito” decidió quedárselo, y obligó a don Juan a permanecer en su exilio de Estoril. Muchos años más tarde, el dictador anunció que sí, que alguna vez le devolvería el país a los Borbones, pero salteando a don Juan y eligiendo a su hijo, Juan Carlos. Así, lo nombró su heredero.
Comenzar a reinar con esos antecedentes fue una carga, un “pecado de origen” para el nuevo monarca, que además debía reinar en un país que se volcaba mayoritariamente hacia el socialismo de Felipe González, y veía despertar los sueños de autonomía de sus regiones más díscolas (catalanes, vascos) después de las décadas del aprisionamiento del franquismo a cualquier especificidad o diferenciación cultural que pusiera en cuestión la España “una, grande y libre”.
Pero el rey optó por la prudencia. Se acercó al felipismo socialista, inclusive a los partidos nacionalistas autonómicos, y fue ganándose su confianza. Y luego, su activa participación en frenar el intento de golpe de Estado del coronel Antonio Tejero, el 23 de febrero de 1981, terminó por convencer a muchos de que el rey estaba comprometido con la instauración democrática, y de que la Monarquía podría llevarse bien con un sano parlamentarismo. Desde entonces, la discreción de Juan Carlos I y de la familia real han aportado a su consolidación en el entramado político español.
BÉSAME, PRINCESA
Pero entonces llegó el momento en que sus hijas tuvieron que encontrar marido, y la cosa se complicó sobremanera. La infanta Elena terminó con Jaime de Marichalar el primer divorcio de la Zarzuela; y la infanta Cristina se enamoró de un joven deportista, medalla de oro en las Olimpíadas, alto y guapo, que con el mágico beso de la princesita archivó los torneos y le vio el filón a los negocios.
Iñaki Urdangarin, según está destapando el juez instructor, entendió que su nueva condición nobiliaria, como Duque de Palma de Mallorca y yerno del Jefe del Estado, le otorgaba una posición privilegiada. Y sin ninguno de los reparos que tanto había cuidado el monarca en los tiempos inaugurales de su reinado, Urdangarin convirtió aceleradamente su nueva posición en cientos de miles de euros. A través de una supuesta Organización No Gubernamental sin fines de lucro, el Instituto Nóos, se dedicó a la captación de fondos públicos, donaciones, subsidios y concesiones de eventos, especialmente de las comunidades autonómicas gobernadas por el Partido Popular. Luego, a través de la constitución de empresas fantasmas –pero éstas sí con fines de lucro- dirigidas por amigos personales, sus hermanos y otros miembros de su familia, generaba supuestos servicios que eran contratados por el Instituto Nóos y pagados con aquellos ingentes fondos provenientes de las arcas autonómicas. Y para cerrar el círculo, el dinero así conseguido era rápidamente girado a cuentas en paraísos fiscales en las Islas Cayman.
Entre 2003 y 2006, el Instituto Nóos facturó de esta guisa, según los registros tributarios españoles, más de quince millones de euros. Un escándalo con todas las letras. Como semejantes sumas eran imposibles de ocultar, al igual que la velocidad de enriquecimiento del Duque de Palma (compró dos palacios, de varios millones cada uno, tanto en Barcelona como en Washington), la Casa Real reaccionó, y el monarca envió a un emisario personal, el conde de Fontao, con la renuncia de su yerno a toda vinculación con el Instituto Nóos, y la prohibición expresa de que continuara con ese tipo de actividades. Iñaki firmó la renuncia que le mandaba ya redactada su suegro, pero el gustito por la plata fácil y grande se le había hecho carne, y siguió ejercitando el tráfico de influencias a pesar de haberse desvinculado formalmente de la trama de empresas hoy investigadas. Una red que, en una de sus ramas, tiene también en el directorio otra firma muy comprometedora: la de “Su Alteza Real Doña Cristina de Borbón y Grecia”, la princesita que besó al sapo.
No hay forma de tapar el sol con una mano, pero la Casa Real lo intenta. Ha separado a Iñaki Urdangarin de toda actividad oficial, y casi ha admitido su culpabilidad en la red de corrupción al declarar que su conducta “no fue ejemplar”. Son símbolos fuertes, pero con seguridad no serán suficientes para frenar el escándalo. Y mucho menos si, como la declaración del Duque frente al juez José Castro el 25 de febrero pareció anticiparlo, Urdangarin termina finalmente encarcelado por corrupción y su esposa, la hija del Rey de España, involucrada como cómplice.
Un escenario cuyas consecuencias para la estabilidad de todo el sistema político serían demoledoras.
nelson.specchia@gmail.com
¿Príncipe o sapito encantado?
Por Nelson Gustavo Specchia
La Monarquía española, muy a su pesar, ocupa desde fines del año pasado el centro de las miradas de la península, y de una sección de la prensa que no le es nada habitual: las páginas policiales.
Desde fines de diciembre, cuando el juez José Castro, titular de la Sala Número 3 de los Tribunales de Palma de Mallorca e instructor del caso de corrupción en torno al Instituto Nóos, decidió levantar el secreto de sumario e imputar como acusado de malversaciones de fondos millonarios al yerno del rey Juan Carlos I de Borbón, Iñaki Urdangarin, el sistema político español comenzó a contener el aliento. El juez citó a Urdangarin a prestar declaración indagatoria para febrero, notificándolo de que libraría contra él una orden de arresto si no dejaba su seguro domicilio en Washington y no se trasladaba al territorio español a presentarse ante los juzgados. El yerno del monarca –junto a su esposa, la infanta Cristina- volaron desde la capital norteamericana, donde residen, y el Duque de Palma se presentó en el tribunal del juez Castro. Por primera vez en la historia de España, un miembro de la realeza tuvo que acudir como imputado a declarar ante un tribunal civil.
La noticia podría haberse limitado a esas páginas de policiales, que han tenido a Urdangarin como protagonista estrella durante las últimas semanas. Pero las circunstancias especiales que rodean a los reyes españoles en particular, y al sistema monárquico en relación con la política interna en general, hacen que las corruptelas en las que el poco prudente Duque haya incurrido, tendrán un impacto político imposible de esquivar.
UN HOMBRE DISCRETO
El Rey de España es una figura respetada por prácticamente todo el arco político, incluyendo a la izquierda republicana. Una consideración que Juan Carlos de Borbón se ha granjeado, no sin dificultades, a fuerza de compromiso con las instituciones democráticas, y de un muy bajo perfil en la incidencia de la familia real en cualquier otro aspecto de la vida pública española que no sea la representación formal de la Jefatura del Estado. Así, en los cortos años de vida institucional desde la Transición, el monarca ha logrado remontar el “pecado de origen” de haber sido elegido por el dictador Francisco Franco, y puesto por él en la condición de sucederlo tras su muerte. Esa manera tan displicente del “Caudillo” –en la misma línea de discrecionalidad absoluta con que gobernó el país durante cuatro décadas- no respondía a ninguna lógica. Los sectores monárquicos habían apoyado claramente al golpe de Estado contra la República, y se embarcaron sin dudar en el bando de los Nacionales cuando estalló la Guerra Civil; pero todos suponían que, una vez que el golpe se hubiera consumado y el gobierno de “los rojos” hubiese sido expulsado del poder, los militares devolverían la jefatura del país a los Borbones. Y así lo entendió también, durante años, don Juan, el hijo de Alfonso XIII y heredero de la Casa Real. Don Juan confiaba en el generalísimo Franco (lo llamaba “mi Franquito”), pero una vez que tuvo el poder en sus manos, “Franquito” decidió quedárselo, y obligó a don Juan a permanecer en su exilio de Estoril. Muchos años más tarde, el dictador anunció que sí, que alguna vez le devolvería el país a los Borbones, pero salteando a don Juan y eligiendo a su hijo, Juan Carlos. Así, lo nombró su heredero.
Comenzar a reinar con esos antecedentes fue una carga, un “pecado de origen” para el nuevo monarca, que además debía reinar en un país que se volcaba mayoritariamente hacia el socialismo de Felipe González, y veía despertar los sueños de autonomía de sus regiones más díscolas (catalanes, vascos) después de las décadas del aprisionamiento del franquismo a cualquier especificidad o diferenciación cultural que pusiera en cuestión la España “una, grande y libre”.
Pero el rey optó por la prudencia. Se acercó al felipismo socialista, inclusive a los partidos nacionalistas autonómicos, y fue ganándose su confianza. Y luego, su activa participación en frenar el intento de golpe de Estado del coronel Antonio Tejero, el 23 de febrero de 1981, terminó por convencer a muchos de que el rey estaba comprometido con la instauración democrática, y de que la Monarquía podría llevarse bien con un sano parlamentarismo. Desde entonces, la discreción de Juan Carlos I y de la familia real han aportado a su consolidación en el entramado político español.
BÉSAME, PRINCESA
Pero entonces llegó el momento en que sus hijas tuvieron que encontrar marido, y la cosa se complicó sobremanera. La infanta Elena terminó con Jaime de Marichalar el primer divorcio de la Zarzuela; y la infanta Cristina se enamoró de un joven deportista, medalla de oro en las Olimpíadas, alto y guapo, que con el mágico beso de la princesita archivó los torneos y le vio el filón a los negocios.
Iñaki Urdangarin, según está destapando el juez instructor, entendió que su nueva condición nobiliaria, como Duque de Palma de Mallorca y yerno del Jefe del Estado, le otorgaba una posición privilegiada. Y sin ninguno de los reparos que tanto había cuidado el monarca en los tiempos inaugurales de su reinado, Urdangarin convirtió aceleradamente su nueva posición en cientos de miles de euros. A través de una supuesta Organización No Gubernamental sin fines de lucro, el Instituto Nóos, se dedicó a la captación de fondos públicos, donaciones, subsidios y concesiones de eventos, especialmente de las comunidades autonómicas gobernadas por el Partido Popular. Luego, a través de la constitución de empresas fantasmas –pero éstas sí con fines de lucro- dirigidas por amigos personales, sus hermanos y otros miembros de su familia, generaba supuestos servicios que eran contratados por el Instituto Nóos y pagados con aquellos ingentes fondos provenientes de las arcas autonómicas. Y para cerrar el círculo, el dinero así conseguido era rápidamente girado a cuentas en paraísos fiscales en las Islas Cayman.
Entre 2003 y 2006, el Instituto Nóos facturó de esta guisa, según los registros tributarios españoles, más de quince millones de euros. Un escándalo con todas las letras. Como semejantes sumas eran imposibles de ocultar, al igual que la velocidad de enriquecimiento del Duque de Palma (compró dos palacios, de varios millones cada uno, tanto en Barcelona como en Washington), la Casa Real reaccionó, y el monarca envió a un emisario personal, el conde de Fontao, con la renuncia de su yerno a toda vinculación con el Instituto Nóos, y la prohibición expresa de que continuara con ese tipo de actividades. Iñaki firmó la renuncia que le mandaba ya redactada su suegro, pero el gustito por la plata fácil y grande se le había hecho carne, y siguió ejercitando el tráfico de influencias a pesar de haberse desvinculado formalmente de la trama de empresas hoy investigadas. Una red que, en una de sus ramas, tiene también en el directorio otra firma muy comprometedora: la de “Su Alteza Real Doña Cristina de Borbón y Grecia”, la princesita que besó al sapo.
No hay forma de tapar el sol con una mano, pero la Casa Real lo intenta. Ha separado a Iñaki Urdangarin de toda actividad oficial, y casi ha admitido su culpabilidad en la red de corrupción al declarar que su conducta “no fue ejemplar”. Son símbolos fuertes, pero con seguridad no serán suficientes para frenar el escándalo. Y mucho menos si, como la declaración del Duque frente al juez José Castro el 25 de febrero pareció anticiparlo, Urdangarin termina finalmente encarcelado por corrupción y su esposa, la hija del Rey de España, involucrada como cómplice.
Un escenario cuyas consecuencias para la estabilidad de todo el sistema político serían demoledoras.
nelson.specchia@gmail.com
