HOY DÍA CÓRDOBA – columna “Periscopio” – viernes 27 de abril de 2012.
México, entre el narco y la guerra
Por Nelson Gustavo Specchia
México, ese trozo de América latina en Norteamérica, se prepara para renovar su máxima conducción política. Pero en estas elecciones de julio próximo no participan sólo los partidos políticos tradicionales: los dos fenómenos centrales que ocupan la agenda, el narcotráfico y la violencia desbocada, incidirán como nunca antes en el proceso electoral y en la definición de los votantes.
La historia política del México moderno, desde la normalización institucional posrevolucionaria, revela tres grandes momentos: una meseta de setenta años, durante los cuales la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI) se mantuvo incontestada, al punto de identificar al partido con el gobierno, y a éste con el Estado.
Por eso, precisamente, el segundo gran capítulo de esa línea temporal se escribe cuando el PRI colapsa, y del estrépito de su caída se levantan dos agrupaciones de crecimiento paralelo: la derecha, reestructurada en torno al Partido Acción Nacional (PAN), y los diversos sectores de la izquierda progresista, nucleados en el Partido de la Revolución Democrática (PRD).
De esa carrera cabeza a cabeza, fueron los “panistas” los que sacaron ventaja, siempre por diferencias porcentuales mínimas, que habilitaron la denuncia de fraude por parte de la izquierda, y hasta la instalación temporaria de un “gobierno alternativo”, con asunción presidencial paralela incluida.
Sin embargo, más allá de que la derecha nunca haya conseguido saltar a una mayoría clara frente a sus contrincantes, el PAN ha logrado ocupar la Presidencia de los Estados Unidos de México en los dos períodos posteriores a la caída del PRI: Vicente Fox reemplazó a Ernesto Zedillo –el último priísta tras siete décadas de hegemonía- en el año 2000, y le entregó la banda presidencial a su correligionario Felipe Calderón el 1 de diciembre de 2006 (mientras, con una diferencia oficial de apenas el 0,56 por ciento, el candidato de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador, se designaba presidente “legítimo” y se calzaba la banda tricolor en la plaza del Zócalo).
Y el tercer momento, porque los muertos, en política, suelen en breve gozar de buena salud, lo constituye el renacimiento del PRI, como si nada hubiera pasado. O, por el contrario, como si hubiera pasado mucho y de todo eso se hubiera sacado aprendizaje.
El viejo partido se ha renovado y ha purgado dirigentes y mafias internas. Enrique Peña Nieto, un joven exitoso, ha conseguido encarrilar a la antigua agrupación surgida de las filas revolucionarias detrás de su candidatura, y todas las encuestan le otorgan una abrumadora preferencia para las elecciones del 1 de julio.
Después de una trayectoria del desierto de doce años, el PRI suma 50,8 de las preferencias de voto, según los sondeos difundidos esta semana. La oposición vuelve a estar casi en tablas en esas mismas encuestas (Andrés Manuel López Obrador, del PRD, con un 17,4 por ciento; y Josefina Vázquez Mota, del PAN, con un 17,6), pero a la cola del PRI, que vuelve al centro del juego político.
TIERRA DE SICARIOS
Pero a diferencia de su primera época, hasta el poderoso partido deberá ahora compartir el escenario mexicano con dos fuerzas que, sin invitación, se colaron en la fiesta e imponen los temas de agenda, la violencia estructural y las bandas del narco, que llegan incluso a controlar porciones enteras del territorio federal.
No son pocos los analistas que adjudican el error de cálculo que ha llevado al sobredimensionamiento del narco al presidente saliente.
Cuando Felipe Calderón asumió, tras esas elecciones tan cuestionadas por la izquierda, necesitaba un elemento aglutinador y legitimante, y apeló a la declaración de guerra al narcotráfico. Pero no midió bien las fuerzas, y la penetración del tráfico de estupefacientes, la cercanía del inmenso mercado consumidor estadounidense (el mayor del mundo, y con una extensa y permeable frontera terrestre), y la cantidad de armas en poder de la población civil, constituyeron un enemigo formidable.
La connivencia de las policías provinciales y de sectores enteros de las fuerzas armadas y de seguridad con el dinero fácil y rápido de narco tampoco fue advertido suficientemente. Y la pobreza y la miseria del México profundo pusieron el resto.
Calderón declaró una guerra que no podía ganar. Que no puede ganar tampoco hoy, aunque haya inundado de sangre toda la vida política e institucional mexicana.
Desde aquella decisión de combatir al narco por las armas, en diciembre de 2006, en todo el territorio federal se han asesinado cerca de 10.000 personas al año, lo que da el fatídico promedio de 27 muertos al día. La oficina federal contabilizaba, al 30 de septiembre de 2011, 47.515 muertes violentas. Y el ritmo macabro se incrementa a una tasa del 10 por ciento más cada año que pasa, sin que nadie haya encontrado la manera de ponerle freno.
Los sicarios actúan, además, contra los sectores más vulnerables de la población, y en aquellos estados federales donde el narco prácticamente constituye un régimen paralelo al del gobierno institucional. Tres cuartas partes de esas muertes se concentran en ocho de los 32 distritos en que se divide el mapa federal mexicano: Chihuahua, Nuevo León, Guerrero, Sinaloa, Durango, Jalisco, Tamaulipas y Coahuila.
En estas zonas, al inicio de la “guerra contra el narco” de Calderón, el asesinato mafioso predominante era el de castigo o de advertencia: una víctima (casi siempre de una extracción social muy baja), maniatada y ultimada de un disparo. En los últimos tiempos, en cambio, el poder que el narco ejerce en los territorios “conquistados” ha comenzado a modificar ese patrón. Ahora son asesinatos colectivos, de grupos enteros de presuntos pistoleros de bandas rivales, los que son encontrados muertos dentro de camionetas y furgones, abandonados en la ruta o a la entrada de las poblaciones.
A falta de reglas constitucionales y de instituciones democráticas, el poder se conquista y se mantiene en base a la fuerza de las armas y a la cantidad de muertos que se muestre. Está en los tratados de ciencia política desde el Renacimiento.
Y el gobierno central, como representante del Estado y teóricamente titular excluyente de la fuerza, tampoco ha podido hacer mucho al nivel de la justicia. Los policías y los militares, por más que hayan intentado sanear los cuerpos de seguridad, siguen implicados en menor o en mayor grado con el narco.
Y sin ellos, la capacidad de investigar y de detener a los autores de las matanzas, ha sido prácticamente nula. Se han detenido a muchos “peregiles”, y a algún mediático y resonante “capo”. Pero las cifras no permiten el ocultamiento que el gobierno de Calderón quisiera: tras cincuenta mil muertes, los tribunales mexicanos apenas han logrado 22 condenas en casos de homicidios vinculados al narco.
ZETAS Y SINALOAS
Otro de los efectos de la guerra de Calderón ha sido que las decenas de grupos que integraban el variopinto sector del narcotráfico se hayan ido decantando en grandes organizaciones.
Además de algunos remanentes periféricos, hoy el narco se divido en dos “familias” principales, el cartel de Sinaloa, que se ha hecho fuerte en el costado noroeste, y el cartel de los Zetas, en la orilla Este de la frontera de México con los Estados Unidos de América.
La concentración les ha permitido aumentar la logística y la organización interna, la infraestructura, y los contactos (o “embajadas”) en territorio estadounidense como en otros países de América latina.
La disputa entre estos dos clanes, tanto por la hegemonía del negocio de drogas como por el poder sobre el terreno, ha generado una auténtica guerra interna, con hallazgos macabros de cientos de cadáveres en las inmediaciones de las grandes ciudades.
Pero los de Sinaloa y los Zetas saben que el ejercicio del terror tiene un límite. Por eso la presión sobre el sistema democrático, y específicamente sobre los candidatos a las elecciones, puede ser un nuevo escalón en su particular lucha política: en los últimos cinco años han matado a un candidato a gobernador y a 28 alcaldes en funciones.
Aunque no aparezca en las papeletas, el narco también estará en las urnas el 1 de julio.
En Twitter: @nspecchia
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México, entre el narco y la guerra
Por Nelson Gustavo Specchia
México, ese trozo de América latina en Norteamérica, se prepara para renovar su máxima conducción política. Pero en estas elecciones de julio próximo no participan sólo los partidos políticos tradicionales: los dos fenómenos centrales que ocupan la agenda, el narcotráfico y la violencia desbocada, incidirán como nunca antes en el proceso electoral y en la definición de los votantes.
La historia política del México moderno, desde la normalización institucional posrevolucionaria, revela tres grandes momentos: una meseta de setenta años, durante los cuales la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI) se mantuvo incontestada, al punto de identificar al partido con el gobierno, y a éste con el Estado.
Por eso, precisamente, el segundo gran capítulo de esa línea temporal se escribe cuando el PRI colapsa, y del estrépito de su caída se levantan dos agrupaciones de crecimiento paralelo: la derecha, reestructurada en torno al Partido Acción Nacional (PAN), y los diversos sectores de la izquierda progresista, nucleados en el Partido de la Revolución Democrática (PRD).
De esa carrera cabeza a cabeza, fueron los “panistas” los que sacaron ventaja, siempre por diferencias porcentuales mínimas, que habilitaron la denuncia de fraude por parte de la izquierda, y hasta la instalación temporaria de un “gobierno alternativo”, con asunción presidencial paralela incluida.
Sin embargo, más allá de que la derecha nunca haya conseguido saltar a una mayoría clara frente a sus contrincantes, el PAN ha logrado ocupar la Presidencia de los Estados Unidos de México en los dos períodos posteriores a la caída del PRI: Vicente Fox reemplazó a Ernesto Zedillo –el último priísta tras siete décadas de hegemonía- en el año 2000, y le entregó la banda presidencial a su correligionario Felipe Calderón el 1 de diciembre de 2006 (mientras, con una diferencia oficial de apenas el 0,56 por ciento, el candidato de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador, se designaba presidente “legítimo” y se calzaba la banda tricolor en la plaza del Zócalo).
Y el tercer momento, porque los muertos, en política, suelen en breve gozar de buena salud, lo constituye el renacimiento del PRI, como si nada hubiera pasado. O, por el contrario, como si hubiera pasado mucho y de todo eso se hubiera sacado aprendizaje.
El viejo partido se ha renovado y ha purgado dirigentes y mafias internas. Enrique Peña Nieto, un joven exitoso, ha conseguido encarrilar a la antigua agrupación surgida de las filas revolucionarias detrás de su candidatura, y todas las encuestan le otorgan una abrumadora preferencia para las elecciones del 1 de julio.
Después de una trayectoria del desierto de doce años, el PRI suma 50,8 de las preferencias de voto, según los sondeos difundidos esta semana. La oposición vuelve a estar casi en tablas en esas mismas encuestas (Andrés Manuel López Obrador, del PRD, con un 17,4 por ciento; y Josefina Vázquez Mota, del PAN, con un 17,6), pero a la cola del PRI, que vuelve al centro del juego político.
TIERRA DE SICARIOS
Pero a diferencia de su primera época, hasta el poderoso partido deberá ahora compartir el escenario mexicano con dos fuerzas que, sin invitación, se colaron en la fiesta e imponen los temas de agenda, la violencia estructural y las bandas del narco, que llegan incluso a controlar porciones enteras del territorio federal.
No son pocos los analistas que adjudican el error de cálculo que ha llevado al sobredimensionamiento del narco al presidente saliente.
Cuando Felipe Calderón asumió, tras esas elecciones tan cuestionadas por la izquierda, necesitaba un elemento aglutinador y legitimante, y apeló a la declaración de guerra al narcotráfico. Pero no midió bien las fuerzas, y la penetración del tráfico de estupefacientes, la cercanía del inmenso mercado consumidor estadounidense (el mayor del mundo, y con una extensa y permeable frontera terrestre), y la cantidad de armas en poder de la población civil, constituyeron un enemigo formidable.
La connivencia de las policías provinciales y de sectores enteros de las fuerzas armadas y de seguridad con el dinero fácil y rápido de narco tampoco fue advertido suficientemente. Y la pobreza y la miseria del México profundo pusieron el resto.
Calderón declaró una guerra que no podía ganar. Que no puede ganar tampoco hoy, aunque haya inundado de sangre toda la vida política e institucional mexicana.
Desde aquella decisión de combatir al narco por las armas, en diciembre de 2006, en todo el territorio federal se han asesinado cerca de 10.000 personas al año, lo que da el fatídico promedio de 27 muertos al día. La oficina federal contabilizaba, al 30 de septiembre de 2011, 47.515 muertes violentas. Y el ritmo macabro se incrementa a una tasa del 10 por ciento más cada año que pasa, sin que nadie haya encontrado la manera de ponerle freno.
Los sicarios actúan, además, contra los sectores más vulnerables de la población, y en aquellos estados federales donde el narco prácticamente constituye un régimen paralelo al del gobierno institucional. Tres cuartas partes de esas muertes se concentran en ocho de los 32 distritos en que se divide el mapa federal mexicano: Chihuahua, Nuevo León, Guerrero, Sinaloa, Durango, Jalisco, Tamaulipas y Coahuila.
En estas zonas, al inicio de la “guerra contra el narco” de Calderón, el asesinato mafioso predominante era el de castigo o de advertencia: una víctima (casi siempre de una extracción social muy baja), maniatada y ultimada de un disparo. En los últimos tiempos, en cambio, el poder que el narco ejerce en los territorios “conquistados” ha comenzado a modificar ese patrón. Ahora son asesinatos colectivos, de grupos enteros de presuntos pistoleros de bandas rivales, los que son encontrados muertos dentro de camionetas y furgones, abandonados en la ruta o a la entrada de las poblaciones.
A falta de reglas constitucionales y de instituciones democráticas, el poder se conquista y se mantiene en base a la fuerza de las armas y a la cantidad de muertos que se muestre. Está en los tratados de ciencia política desde el Renacimiento.
Y el gobierno central, como representante del Estado y teóricamente titular excluyente de la fuerza, tampoco ha podido hacer mucho al nivel de la justicia. Los policías y los militares, por más que hayan intentado sanear los cuerpos de seguridad, siguen implicados en menor o en mayor grado con el narco.
Y sin ellos, la capacidad de investigar y de detener a los autores de las matanzas, ha sido prácticamente nula. Se han detenido a muchos “peregiles”, y a algún mediático y resonante “capo”. Pero las cifras no permiten el ocultamiento que el gobierno de Calderón quisiera: tras cincuenta mil muertes, los tribunales mexicanos apenas han logrado 22 condenas en casos de homicidios vinculados al narco.
ZETAS Y SINALOAS
Otro de los efectos de la guerra de Calderón ha sido que las decenas de grupos que integraban el variopinto sector del narcotráfico se hayan ido decantando en grandes organizaciones.
Además de algunos remanentes periféricos, hoy el narco se divido en dos “familias” principales, el cartel de Sinaloa, que se ha hecho fuerte en el costado noroeste, y el cartel de los Zetas, en la orilla Este de la frontera de México con los Estados Unidos de América.
La concentración les ha permitido aumentar la logística y la organización interna, la infraestructura, y los contactos (o “embajadas”) en territorio estadounidense como en otros países de América latina.
La disputa entre estos dos clanes, tanto por la hegemonía del negocio de drogas como por el poder sobre el terreno, ha generado una auténtica guerra interna, con hallazgos macabros de cientos de cadáveres en las inmediaciones de las grandes ciudades.
Pero los de Sinaloa y los Zetas saben que el ejercicio del terror tiene un límite. Por eso la presión sobre el sistema democrático, y específicamente sobre los candidatos a las elecciones, puede ser un nuevo escalón en su particular lucha política: en los últimos cinco años han matado a un candidato a gobernador y a 28 alcaldes en funciones.
Aunque no aparezca en las papeletas, el narco también estará en las urnas el 1 de julio.
En Twitter: @nspecchia
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