HOY DÍA CÓRDOBA – columna “Periscopio” – viernes 11 de mayo de 2012.
Rio y la conciencia ambiental
Por Nelson Gustavo Specchia
Hace veinte años, la Cumbre de la Tierra reunida en Rio de Janeiro significó la primera advertencia global, al máximo nivel de la dirigencia política, de que el tema ambiental llegaba a la agenda de los gobiernos, y llegaba para quedarse.
Este año, la reunión Rio+20, que se reunirá en la ciudad carioca entre el 20 y el 22 de junio próximo, se propone analizar críticamente cómo se ha desenvuelto aquel planteo durante las últimas dos décadas, especialmente en cuanto a sus resultados estratégicos, pero también en las repercusiones económicas.
Repercusiones que tanto han dividido y entorpecido las consignas iniciales, al punto de verlas hoy –en su bienintencionado optimismo- como un planteo con cierto tinte de romanticismo naïf.
MILITANCIA VERDE
Cuando las Naciones Unidas decidieron impulsar la Cumbre de la Tierra de Rio de 1992, no lo hicieron asumiendo la iniciativa internacional de instalación de un tema preocupante para el futuro y la viabilidad climática del planeta.
Muy difícilmente se encuentre a los organismos multilaterales tomando la iniciativa en casi ningún asunto: en definitiva, sus funcionarios permanentes son delegados de los gobiernos nacionales, y son éstos quienes se reservan la decisión de impulsar –o no- un tema en el debate y en las relaciones entre los Estados.
La ONU, por el contrario, reaccionó con la organización de la Cumbre de Rio a una serie creciente de demandas de las sociedades civiles, concretamente de las Organizaciones No-Gubernamentales abocadas a las temáticas ambientales, que venían haciendo un trabajo de hormiga desde los años ‘70s, denunciando la contaminación de mares y ríos, la deforestación de las grandes reservas selváticas, el envenenamiento de los suelos por agroquímicos y pesticidas, y la apertura de un agujero de ozono en la atmósfera, producto de la liberación incontrolada de gases de “efecto invernadero” por parte de un sector fabril en plena expansión (especialmente en los países antes llamados subdesarrollados).
El discurso de las organizaciones ambientalistas pretendía un cambio de fondo en el propio sistema capitalista de producción y de acumulación, proponiendo un viraje hacia una concepción de “economía sostenible” con la renovación de los recursos naturales, que frenara, además, la curva ascendente del cambio climático por el calentamiento del planeta.
Un discurso extremista que, si bien no logró sus cometidos, al menos alcanzó a alertar a las conciencias más sensibles de la dirigencia mundial, que a veces logran elevarse de la coyuntura inmediata o del horizonte de las próximas elecciones para mirar un poco más allá.
Aquel discurso fue el disparador de la Cumbre de la Tierra, y estos dirigentes socialmente comprometidos fueron sus principales protagonistas.
Ahora toca evaluar si esa combinación terminó siendo efectiva para los objetivos de modificación estructural en los modos más salvajes del capitalismo extractivo y del desarrollismo desatado, o si apenas fue un remanso de buenas intenciones, suficientes para acallar la mala conciencia política pero de relativa eficacia en el camino de conseguir un sistema más equilibrado.
OBJETIVOS MILENARIOS
Esa rara combinación que acabo de describir, entre iniciativas emergentes de la sociedad civil y dirigencias receptivas, tuvo en la Cumbre de la Tierra una figura destacada: la señora Gro Harlem Brundtland. Con una vida de militancia en la socialdemocracia, hasta ahora ha sido la única mujer en ocupar el cargo de Primera Ministra de Noruega, y lo va haciendo ya en tres ocasiones.
Hacia 1983, la presión de las ONG’s “verdes” en los organismos multilaterales llevó al entonces secretario general de la ONU, el peruano Javier Pérez de Cuellar, a promover la formación de una comisión mundial sobre Desarrollo y Medio Ambiente. Se la encargó a Gro Harlem Brundtland, y esta comisión elaboró el informe “Nuestro futuro común”, que establecía el desarrollo sostenible como una meta deseable para todos los países.
Llamado desde entonces Informe Brundtland, el documento concluye que el crecimiento económico debería atarse inexorablemente a la protección del ambiente natural y humano, como única vía para “satisfacer las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las futuras generaciones para satisfacer las propias”, y esta idea-fuerza condujo a la convocatoria de la reunión mundial de Rio.
Para implementar esta idea, la gran cumbre (108 mandatarios y jefes de gobierno, representando a 172 Estados, más de la mitad del planeta) planteó la necesidad de establecer algún tipo de asociación estratégica entre el primer mundo y los países en desarrollo, con la participación de esa sociedad civil que había estado en el origen de los cuestionamientos.
Y para guiar esa alianza con objetivos estratégicos, en base al Informe Brundtland se redactó el famoso “Programa 21”. Ahora, ya transitando el siglo XXI al que hace referencia el nombre del programa, su letra y su articulado servirán para evaluar cuánto de él ha logrado aplicarse.
Porque la intención declarada en esos objetivos que traspasaban el cambio de milenio, escondían el germen de su propia contradicción: los países centrales del Norte, que han contribuido tanto a la contaminación del planeta durante sus revoluciones industriales, no tienen autoridad moral para frenar hoy el desarrollo de los países periféricos del Sur con el argumento de que contaminarán más el ambiente. Y por su parte los pobres –algunos de ellos auténticos gigantes, como China, India o Brasil- reclaman tener, cuanto menos, la misma posibilidad de crecimiento y expansión económica que los europeos y norteamericanos, aunque sea incurriendo en costos ambientales.
Esta disyuntiva ya apareció en Rio en 1992, y desde entonces no ha hecho sino crecer.
EXPECTANTES Y RADICALES
Esa disyuntiva producirá un fenómeno particular. En mi opinión, en Rio+20 se enfrentarán dos tesis: por un lado, los “realistas” llegarán con muy bajas expectativas, porque la tensión entre el conservadurismo ambiental de los países centrales (denominado con corrección política “desarrollo sostenible”), y la necesidad de recursos naturales de las economías en rápido desarrollo de la periferia (ya decimos “crecer a tasas chinas”), anularán la posibilidad de acuerdos concretos.
Por otro lado, los “idealistas” llegarán a la nueva Cumbre de la Tierra con un discurso radicalizado: ya no son aquellos colectivos de ambientalistas militantes pero minoritarios, de ONGs medio hippies como en el 92; hoy la ecología se ha convertido en un campo ideológico y económico de primer orden, con movimientos numéricamente importantes y con partidos políticos con representación parlamentaria.
Quizá el ejemplo más acabado de este fenómeno lo constituya el Partido Verde Europeo, integrado por 32 agrupaciones oficialmente reconocidas en 29 países del continente, y que cuenta con una bancada propia de 55 eurodiputados en el Parlamento Europeo.
Por si este porcentaje de representantes en la máxima instancia legislativa de la Unión Europea no fuese suficiente, debe notarse, además, que el ecologismo del Partido Verde Europeo ha sido el sector que ha experimentado el mayor crecimiento de votos en las últimas elecciones.
Y –last but not the least- en Rio+20 tendrá lugar, en paralelo a la reunión de la ONU, la Cumbre de los Pueblos por la Justicia Social y Ambiental. Y a ver cuál de las dos se queda con el protagonismo. Ésta no se anda con chiquitas: frente a los modelos de producción y consumo capitalistas, busca “proponer una nueva forma de vida en el planeta, en solidaridad contra la mercantilización de la naturaleza y en defensa de los bienes comunes.”
Los verdes son la expresión de un nuevo radicalismo político, y la reunión carioca será su bautismo de fuego planetario.
en Twitter: @nspecchia
Rio y la conciencia ambiental
Por Nelson Gustavo Specchia
Hace veinte años, la Cumbre de la Tierra reunida en Rio de Janeiro significó la primera advertencia global, al máximo nivel de la dirigencia política, de que el tema ambiental llegaba a la agenda de los gobiernos, y llegaba para quedarse.
Este año, la reunión Rio+20, que se reunirá en la ciudad carioca entre el 20 y el 22 de junio próximo, se propone analizar críticamente cómo se ha desenvuelto aquel planteo durante las últimas dos décadas, especialmente en cuanto a sus resultados estratégicos, pero también en las repercusiones económicas.
Repercusiones que tanto han dividido y entorpecido las consignas iniciales, al punto de verlas hoy –en su bienintencionado optimismo- como un planteo con cierto tinte de romanticismo naïf.
MILITANCIA VERDE
Cuando las Naciones Unidas decidieron impulsar la Cumbre de la Tierra de Rio de 1992, no lo hicieron asumiendo la iniciativa internacional de instalación de un tema preocupante para el futuro y la viabilidad climática del planeta.
Muy difícilmente se encuentre a los organismos multilaterales tomando la iniciativa en casi ningún asunto: en definitiva, sus funcionarios permanentes son delegados de los gobiernos nacionales, y son éstos quienes se reservan la decisión de impulsar –o no- un tema en el debate y en las relaciones entre los Estados.
La ONU, por el contrario, reaccionó con la organización de la Cumbre de Rio a una serie creciente de demandas de las sociedades civiles, concretamente de las Organizaciones No-Gubernamentales abocadas a las temáticas ambientales, que venían haciendo un trabajo de hormiga desde los años ‘70s, denunciando la contaminación de mares y ríos, la deforestación de las grandes reservas selváticas, el envenenamiento de los suelos por agroquímicos y pesticidas, y la apertura de un agujero de ozono en la atmósfera, producto de la liberación incontrolada de gases de “efecto invernadero” por parte de un sector fabril en plena expansión (especialmente en los países antes llamados subdesarrollados).
El discurso de las organizaciones ambientalistas pretendía un cambio de fondo en el propio sistema capitalista de producción y de acumulación, proponiendo un viraje hacia una concepción de “economía sostenible” con la renovación de los recursos naturales, que frenara, además, la curva ascendente del cambio climático por el calentamiento del planeta.
Un discurso extremista que, si bien no logró sus cometidos, al menos alcanzó a alertar a las conciencias más sensibles de la dirigencia mundial, que a veces logran elevarse de la coyuntura inmediata o del horizonte de las próximas elecciones para mirar un poco más allá.
Aquel discurso fue el disparador de la Cumbre de la Tierra, y estos dirigentes socialmente comprometidos fueron sus principales protagonistas.
Ahora toca evaluar si esa combinación terminó siendo efectiva para los objetivos de modificación estructural en los modos más salvajes del capitalismo extractivo y del desarrollismo desatado, o si apenas fue un remanso de buenas intenciones, suficientes para acallar la mala conciencia política pero de relativa eficacia en el camino de conseguir un sistema más equilibrado.
OBJETIVOS MILENARIOS
Esa rara combinación que acabo de describir, entre iniciativas emergentes de la sociedad civil y dirigencias receptivas, tuvo en la Cumbre de la Tierra una figura destacada: la señora Gro Harlem Brundtland. Con una vida de militancia en la socialdemocracia, hasta ahora ha sido la única mujer en ocupar el cargo de Primera Ministra de Noruega, y lo va haciendo ya en tres ocasiones.
Hacia 1983, la presión de las ONG’s “verdes” en los organismos multilaterales llevó al entonces secretario general de la ONU, el peruano Javier Pérez de Cuellar, a promover la formación de una comisión mundial sobre Desarrollo y Medio Ambiente. Se la encargó a Gro Harlem Brundtland, y esta comisión elaboró el informe “Nuestro futuro común”, que establecía el desarrollo sostenible como una meta deseable para todos los países.
Llamado desde entonces Informe Brundtland, el documento concluye que el crecimiento económico debería atarse inexorablemente a la protección del ambiente natural y humano, como única vía para “satisfacer las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las futuras generaciones para satisfacer las propias”, y esta idea-fuerza condujo a la convocatoria de la reunión mundial de Rio.
Para implementar esta idea, la gran cumbre (108 mandatarios y jefes de gobierno, representando a 172 Estados, más de la mitad del planeta) planteó la necesidad de establecer algún tipo de asociación estratégica entre el primer mundo y los países en desarrollo, con la participación de esa sociedad civil que había estado en el origen de los cuestionamientos.
Y para guiar esa alianza con objetivos estratégicos, en base al Informe Brundtland se redactó el famoso “Programa 21”. Ahora, ya transitando el siglo XXI al que hace referencia el nombre del programa, su letra y su articulado servirán para evaluar cuánto de él ha logrado aplicarse.
Porque la intención declarada en esos objetivos que traspasaban el cambio de milenio, escondían el germen de su propia contradicción: los países centrales del Norte, que han contribuido tanto a la contaminación del planeta durante sus revoluciones industriales, no tienen autoridad moral para frenar hoy el desarrollo de los países periféricos del Sur con el argumento de que contaminarán más el ambiente. Y por su parte los pobres –algunos de ellos auténticos gigantes, como China, India o Brasil- reclaman tener, cuanto menos, la misma posibilidad de crecimiento y expansión económica que los europeos y norteamericanos, aunque sea incurriendo en costos ambientales.
Esta disyuntiva ya apareció en Rio en 1992, y desde entonces no ha hecho sino crecer.
EXPECTANTES Y RADICALES
Esa disyuntiva producirá un fenómeno particular. En mi opinión, en Rio+20 se enfrentarán dos tesis: por un lado, los “realistas” llegarán con muy bajas expectativas, porque la tensión entre el conservadurismo ambiental de los países centrales (denominado con corrección política “desarrollo sostenible”), y la necesidad de recursos naturales de las economías en rápido desarrollo de la periferia (ya decimos “crecer a tasas chinas”), anularán la posibilidad de acuerdos concretos.
Por otro lado, los “idealistas” llegarán a la nueva Cumbre de la Tierra con un discurso radicalizado: ya no son aquellos colectivos de ambientalistas militantes pero minoritarios, de ONGs medio hippies como en el 92; hoy la ecología se ha convertido en un campo ideológico y económico de primer orden, con movimientos numéricamente importantes y con partidos políticos con representación parlamentaria.
Quizá el ejemplo más acabado de este fenómeno lo constituya el Partido Verde Europeo, integrado por 32 agrupaciones oficialmente reconocidas en 29 países del continente, y que cuenta con una bancada propia de 55 eurodiputados en el Parlamento Europeo.
Por si este porcentaje de representantes en la máxima instancia legislativa de la Unión Europea no fuese suficiente, debe notarse, además, que el ecologismo del Partido Verde Europeo ha sido el sector que ha experimentado el mayor crecimiento de votos en las últimas elecciones.
Y –last but not the least- en Rio+20 tendrá lugar, en paralelo a la reunión de la ONU, la Cumbre de los Pueblos por la Justicia Social y Ambiental. Y a ver cuál de las dos se queda con el protagonismo. Ésta no se anda con chiquitas: frente a los modelos de producción y consumo capitalistas, busca “proponer una nueva forma de vida en el planeta, en solidaridad contra la mercantilización de la naturaleza y en defensa de los bienes comunes.”
Los verdes son la expresión de un nuevo radicalismo político, y la reunión carioca será su bautismo de fuego planetario.
en Twitter: @nspecchia