HOY DÍA CÓRDOBA – columna “Periscopio” – viernes 27 de julio de 2012.
Purgas maoístas
Nelson Gustavo Specchia
Conducir políticamente un gigante geográfico y demográfico como China nunca ha sido simple. Desde los inmemoriales tiempos del Imperio Celeste, Pekín tuvo que imaginar fórmulas y métodos sui generis para marcar la presencia del Estado en esas planicies infinitas y entre esos colectivos numerosos, lingüísticamente disímiles, y hasta religiosa y culturalmente diversos. El confucionismo aportó en su tiempo una de las más importantes herramientas de homogeneización. Y –mutatis mutandis- algo similar hizo en la modernidad la ideología comunista, después de que Mao Tse Tung (primero con la “Larga Marcha”, y más tarde con la “Revolución Cultural”) lograra limar las diferenciaciones externas e imponer una dirección unificada al proceso político.
Pero esa homogeneización funcional, imprescindible para el desarrollo y para el crecimiento económico experimentado por el gigante asiático en las últimas décadas, de ninguna manera llega a neutralizar el conflicto. Sólo lo transforma, sacándolo del debate público y ubicándolo en el estrecho círculo del poder. Cíclicamente, y con especial intensidad cuando se acercan las celebraciones de los Congresos del Partido Comunista Chino (PCCh), las tensiones entre los personalismos de las candidaturas, y –por debajo de ellas- de los sectores internos que pujan por ubicarse en estamentos superiores de la compleja pirámide gubernamental, alcanzan picos máximos.
Prácticamente no ha habido reunión asamblearia de la conducción del PCCh que no haya sido acompañada –antes o después de su realización- por purgas, expulsiones y envíos al ostracismo de los caídos en desgracia. Aún así, hasta estas prácticas de censura colectiva han estado barnizadas por cierto cuidado: a diferencia de las grandes purgas estalinistas de los años cuarenta, que enviaban trenes enteros de disidentes a Siberia de los que rara vez volvía a saberse nada, las sutilezas de Pekín lograron evitar baños de sangre entre la clase dirigente. Inclusive en la mayor limpieza de la era comunista, como fue la desarticulación de “La Banda de los Cuatro”, en los tiempos fundacionales.
Sutilezas culturales o, al menos, cuidado de que estos recortes de sectores enteros de la elite se difundieran masivamente. En estos días, sin embargo, varios factores están confluyendo para forzar un cambio en los círculos herméticos. A pesar de los controles y de la censura, China no puede construir nuevas murallas para protegerse de la sociedad de la información en un mundo que aumenta su interconexión a diario.
La defenestración de Bo Xilai, hasta hace pocos días una de las estrellas más rutilantes en el firmamento político oriental, y la probable condena a muerte de su mujer, Gu Kailai, acusada de asesinato de un contratista occidental, van a poner seriamente a prueba aquellos métodos tradicionales de purgar el poder, cuando se acerca la realización del XVIII Congreso quinquenal del Partido Comunista Chino, previsto para marzo de 2013.
ESCÁNDALO Y ARSÉNICO
En esta novela oriental, los personajes de la trama pública son Bo Xilai y su mujer, Gu Kailai. Pero las tensiones que están debajo del escándalo son las que producen la fricción entre los dos sectores mayoritarios al interior del PCCh, los ortodoxos y los progresistas. Bo era la figura más representativa de los ortodoxos, y los que han logrado hundirlo –con la acusación a su esposa de asesinato- son quienes hoy ocupan las sillas más altas de la pirámide: el presidente Hu Jintao, el primer ministro Wen Jiabao, y aquellos que –previsiblemente- van a reemplazarlos en el Congreso que se viene: Xi Jinping (actual vicepresidente, y futuro jefe del Estado), y Li Kekiang (actual vice primer ministro, que accederá en el Congreso a la jefatura del Gobierno).
La movida es mayúscula, y ha sorprendido a los sinólogos en Occidente. Bo Xilai ha sido una de las personalidades más seguras del sistema chino durante los últimos treinta años. Nunca estuvo fuera del poder, hijo del “inmortal” Bo Yabo (uno de los generales fundadores de la República Popular China, junto a Mao), se hizo fuerte desde la administración de la región de Chongking, y el sector izquierdista que lo impulsaba lo dejó a las puertas de ocupar una de las nueve sillas del Comité Permanente del Politburó, la cúspide de la pirámide del poder.
Entonces se largó el culebrón pekinés: la justicia acusó a Gu Kailai, de 53 años, abogada, y socia de su marido en el gobierno de Chongking, del asesinato del empresario británico Neil Heywood en noviembre del año pasado. Kailai, junto a un colaborador íntimo –Zhang Xiaojun- deberá afrontar un tribunal popular, acusados de haber mezclado arsénico en el té de Heywood. Para que la realidad se parezca más a la ficción de “Justicia Roja”, aquella película protagonizada por Richard Gere que tanto molestó al gobierno chino cuando se estrenó, Neil Heywood tendría conexiones con el MI5, el servicio secreto británico.
Imposibilitada de mantener el veto informativo total, la agencia oficial de noticias china ha admitido esta semana el litigio en el corazón del poder, aunque lo presenta como un “conflicto de intereses económicos” que habría enfrentado a Gu con Heywood, guapo, rubio y de 40 años (y remarcan estas características del inglés, porque tampoco se descarta el móvil pasional).
El 10 de abril pasado, el gobierno de Wen Jiabao, dominado por el sector progresista del PCCh, expulsó del Politburó a Bo Xilai, quien ha desaparecido de la vida pública desde entonces. Y entonces apareció el amigo francés: Patrick Devillers, un arquitecto también vinculado a los Bo, anunció que volaría desde Camboya para “colaborar” en la investigación, pero fue detenido en Camboya a petición de Pekín.
Al francés, de momento, lo han logrado frenar, pero antes no tuvieron tanta suerte con Wang Lijun. Lijun era el jefe de policía de Chongking, el territorio que los Bo manejaban como el patio de su casa, y en febrero de este año el policía hizo saltar las alarmas al refugiarse en el consulado de los Estados Unidos de Norteamérica en Chengdu, la ciudad capital de la provincia de Sichuan.
Wang Lijun fundamentó su solicitud de asilo en que había descubierto que la señora Gu Kailai había apelado a Heywood para que éste la ayudara a sacar una suma millonaria de China (8.000 millones de yuanes, más de mil millones de dólares), pero no se habían puesto de acuerdo en la comisión que el británico le pedía. Cuando la presionó, la señora Gu apeló al arsénico, y Wang temía que a él le pasara lo mismo.
Las fuerzas paramilitares enviadas por Bo desde Chongking para capturarlo llegaron, al parecer, a enfrentarse con armas a la vista con las fuerzas de seguridad enviadas, con ayuda estadounidense, desde Pekín. Wang Lijun solo dejó la seguridad del suelo diplomático cuando estas últimas lograron despejar el camino de los matones de los Bo.
A pesar de que su nombre, así como el del matrimonio Bo, está prohibido en Twitter y en Facebook (“De acuerdo con las leyes, normas y políticas correspondientes, no se muestran aquí los resultados de la búsqueda de Bo”, dicen los buscadores de Internet), fue imposible tapar el escándalo, y llevó a que la purga consecuente se hiciera pública.
TODOS SOMOS CHINOS
China siempre ha generado metodologías sui generes para poder gobernarse a sí misma. Pero esa extraña mezcla de maoísmo y capitalismo por la que atraviesa en estos días, y la enorme influencia económica y financiera que ejerce en un mundo cada vez más interdependiente, van convirtiendo sus problemas nacionales en cuestiones globales.
Por ello, los cambios que ese cerrado sistema, al que el secretismo protegía en cierta manera hasta que Internet y las redes sociales terminaron por minar esa alternativa, tendrán impactos en el resto del globo, tanto en las potencias hegemónicas (China es el principal acreedor de los títulos de deuda pública norteamericana), de sus socios comerciales del primer mundo (como la Unión Europea), de sus relaciones de asociación preferente (los demás países del BRIC: Rusia, India y Brasil), y hasta con sus nuevas relaciones menores, como, precisamente, la Argentina.
Twitter: @nspecchia
Purgas maoístas
Nelson Gustavo Specchia
Conducir políticamente un gigante geográfico y demográfico como China nunca ha sido simple. Desde los inmemoriales tiempos del Imperio Celeste, Pekín tuvo que imaginar fórmulas y métodos sui generis para marcar la presencia del Estado en esas planicies infinitas y entre esos colectivos numerosos, lingüísticamente disímiles, y hasta religiosa y culturalmente diversos. El confucionismo aportó en su tiempo una de las más importantes herramientas de homogeneización. Y –mutatis mutandis- algo similar hizo en la modernidad la ideología comunista, después de que Mao Tse Tung (primero con la “Larga Marcha”, y más tarde con la “Revolución Cultural”) lograra limar las diferenciaciones externas e imponer una dirección unificada al proceso político.
Pero esa homogeneización funcional, imprescindible para el desarrollo y para el crecimiento económico experimentado por el gigante asiático en las últimas décadas, de ninguna manera llega a neutralizar el conflicto. Sólo lo transforma, sacándolo del debate público y ubicándolo en el estrecho círculo del poder. Cíclicamente, y con especial intensidad cuando se acercan las celebraciones de los Congresos del Partido Comunista Chino (PCCh), las tensiones entre los personalismos de las candidaturas, y –por debajo de ellas- de los sectores internos que pujan por ubicarse en estamentos superiores de la compleja pirámide gubernamental, alcanzan picos máximos.
Prácticamente no ha habido reunión asamblearia de la conducción del PCCh que no haya sido acompañada –antes o después de su realización- por purgas, expulsiones y envíos al ostracismo de los caídos en desgracia. Aún así, hasta estas prácticas de censura colectiva han estado barnizadas por cierto cuidado: a diferencia de las grandes purgas estalinistas de los años cuarenta, que enviaban trenes enteros de disidentes a Siberia de los que rara vez volvía a saberse nada, las sutilezas de Pekín lograron evitar baños de sangre entre la clase dirigente. Inclusive en la mayor limpieza de la era comunista, como fue la desarticulación de “La Banda de los Cuatro”, en los tiempos fundacionales.
Sutilezas culturales o, al menos, cuidado de que estos recortes de sectores enteros de la elite se difundieran masivamente. En estos días, sin embargo, varios factores están confluyendo para forzar un cambio en los círculos herméticos. A pesar de los controles y de la censura, China no puede construir nuevas murallas para protegerse de la sociedad de la información en un mundo que aumenta su interconexión a diario.
La defenestración de Bo Xilai, hasta hace pocos días una de las estrellas más rutilantes en el firmamento político oriental, y la probable condena a muerte de su mujer, Gu Kailai, acusada de asesinato de un contratista occidental, van a poner seriamente a prueba aquellos métodos tradicionales de purgar el poder, cuando se acerca la realización del XVIII Congreso quinquenal del Partido Comunista Chino, previsto para marzo de 2013.
ESCÁNDALO Y ARSÉNICO
En esta novela oriental, los personajes de la trama pública son Bo Xilai y su mujer, Gu Kailai. Pero las tensiones que están debajo del escándalo son las que producen la fricción entre los dos sectores mayoritarios al interior del PCCh, los ortodoxos y los progresistas. Bo era la figura más representativa de los ortodoxos, y los que han logrado hundirlo –con la acusación a su esposa de asesinato- son quienes hoy ocupan las sillas más altas de la pirámide: el presidente Hu Jintao, el primer ministro Wen Jiabao, y aquellos que –previsiblemente- van a reemplazarlos en el Congreso que se viene: Xi Jinping (actual vicepresidente, y futuro jefe del Estado), y Li Kekiang (actual vice primer ministro, que accederá en el Congreso a la jefatura del Gobierno).
La movida es mayúscula, y ha sorprendido a los sinólogos en Occidente. Bo Xilai ha sido una de las personalidades más seguras del sistema chino durante los últimos treinta años. Nunca estuvo fuera del poder, hijo del “inmortal” Bo Yabo (uno de los generales fundadores de la República Popular China, junto a Mao), se hizo fuerte desde la administración de la región de Chongking, y el sector izquierdista que lo impulsaba lo dejó a las puertas de ocupar una de las nueve sillas del Comité Permanente del Politburó, la cúspide de la pirámide del poder.
Entonces se largó el culebrón pekinés: la justicia acusó a Gu Kailai, de 53 años, abogada, y socia de su marido en el gobierno de Chongking, del asesinato del empresario británico Neil Heywood en noviembre del año pasado. Kailai, junto a un colaborador íntimo –Zhang Xiaojun- deberá afrontar un tribunal popular, acusados de haber mezclado arsénico en el té de Heywood. Para que la realidad se parezca más a la ficción de “Justicia Roja”, aquella película protagonizada por Richard Gere que tanto molestó al gobierno chino cuando se estrenó, Neil Heywood tendría conexiones con el MI5, el servicio secreto británico.
Imposibilitada de mantener el veto informativo total, la agencia oficial de noticias china ha admitido esta semana el litigio en el corazón del poder, aunque lo presenta como un “conflicto de intereses económicos” que habría enfrentado a Gu con Heywood, guapo, rubio y de 40 años (y remarcan estas características del inglés, porque tampoco se descarta el móvil pasional).
El 10 de abril pasado, el gobierno de Wen Jiabao, dominado por el sector progresista del PCCh, expulsó del Politburó a Bo Xilai, quien ha desaparecido de la vida pública desde entonces. Y entonces apareció el amigo francés: Patrick Devillers, un arquitecto también vinculado a los Bo, anunció que volaría desde Camboya para “colaborar” en la investigación, pero fue detenido en Camboya a petición de Pekín.
Al francés, de momento, lo han logrado frenar, pero antes no tuvieron tanta suerte con Wang Lijun. Lijun era el jefe de policía de Chongking, el territorio que los Bo manejaban como el patio de su casa, y en febrero de este año el policía hizo saltar las alarmas al refugiarse en el consulado de los Estados Unidos de Norteamérica en Chengdu, la ciudad capital de la provincia de Sichuan.
Wang Lijun fundamentó su solicitud de asilo en que había descubierto que la señora Gu Kailai había apelado a Heywood para que éste la ayudara a sacar una suma millonaria de China (8.000 millones de yuanes, más de mil millones de dólares), pero no se habían puesto de acuerdo en la comisión que el británico le pedía. Cuando la presionó, la señora Gu apeló al arsénico, y Wang temía que a él le pasara lo mismo.
Las fuerzas paramilitares enviadas por Bo desde Chongking para capturarlo llegaron, al parecer, a enfrentarse con armas a la vista con las fuerzas de seguridad enviadas, con ayuda estadounidense, desde Pekín. Wang Lijun solo dejó la seguridad del suelo diplomático cuando estas últimas lograron despejar el camino de los matones de los Bo.
A pesar de que su nombre, así como el del matrimonio Bo, está prohibido en Twitter y en Facebook (“De acuerdo con las leyes, normas y políticas correspondientes, no se muestran aquí los resultados de la búsqueda de Bo”, dicen los buscadores de Internet), fue imposible tapar el escándalo, y llevó a que la purga consecuente se hiciera pública.
TODOS SOMOS CHINOS
China siempre ha generado metodologías sui generes para poder gobernarse a sí misma. Pero esa extraña mezcla de maoísmo y capitalismo por la que atraviesa en estos días, y la enorme influencia económica y financiera que ejerce en un mundo cada vez más interdependiente, van convirtiendo sus problemas nacionales en cuestiones globales.
Por ello, los cambios que ese cerrado sistema, al que el secretismo protegía en cierta manera hasta que Internet y las redes sociales terminaron por minar esa alternativa, tendrán impactos en el resto del globo, tanto en las potencias hegemónicas (China es el principal acreedor de los títulos de deuda pública norteamericana), de sus socios comerciales del primer mundo (como la Unión Europea), de sus relaciones de asociación preferente (los demás países del BRIC: Rusia, India y Brasil), y hasta con sus nuevas relaciones menores, como, precisamente, la Argentina.
Twitter: @nspecchia