Urkullu, la vuelta del nacionalismo vasco
por Nelson G. Specchia
Después de un interregno político que tuvo mucho de artificial, el Partido Nacionalista Vasco (PNV) ha vuelto esta semana a hacerse cargo del gobierno de la comunidad autónoma más rebelde de España, que se llama a sí misma “País Vasco”.
Las características de este retorno lo alejan de todo lo conocido hasta ahora desde la vuelta de la democracia tras la transición posfranquista: la crisis internacional mantiene al gobierno central de Madrid contra las cuerdas, literalmente; los ajustes económicos estructurales impulsados por las instituciones europeas y por el liderazgo continental conservador de la Canciller alemana Ángela Merkel dejan márgenes estrechísimos de acción para las iniciativas heterodoxas; la difícil situación de los bancos y del sector inmobiliario han conducido a unos desalojos, desahucios y expulsiones de familias de departamentos comprados en cuotas o alquilados, que han provocado la desesperada salida del suicidio de algunos ocupantes que han preferido la muerte antes que quedar desamparados y en la calle, como en las épocas más negras de la Dictadura.
Pero, de todo el complejo menú de condicionantes estatales, regionales y europeos, la constitución del nuevo gobierno vasco se ha dado en una coyuntura inédita de la historia local contemporánea: la ausencia de la amenaza terrorista de ETA y su paulatina incorporación a la vida institucional a través de un partido político aceptado legalmente: Euskal Herria-Bildu (EH-Bildu).
En este marco, Íñigo Urkullu Rentería, de 51 años, ha sido proclamado por la Cámara autonómica como “lehendakari”, el quinto presidente regional de la democracia. Pero esos condicionantes que anotábamos no solamente han calado hondo en el resultado electoral y en el retorno del histórico partido nacionalista, sino que también incidirán en el margen de maniobra del nuevo Ejecutivo; en su relación con el independentismo de la ETA transformada en partido; en sus relaciones con el otro autonomismo fuerte de la península (el catalán, con el presidente Artur Mas jugándose un referéndum independentista en los próximos meses); en las conexiones con lo que vaya a terminar haciendo Escocia, en su plan separatista de la corona británica y, quizás el punto más importante de la agenda de la nueva administración, cómo gerenciar la transición hacia la paz política, sin que queden peligrosas humillaciones en el camino, después de tan largas décadas de una vida institucional que sobrevivía a la sombra de las armas terroristas.
EL DESLIZ SOCIALISTA
Urkullu, el quinto “lehendakari”, vuelve, en todo caso, a poner las cosas en su sitio: el PNV ha sido históricamente el representante de las mayorías en Euskadi, aunque las divisiones en el seno de la familia nacionalista -entre la derecha, los que opinan que hay que permanecer dentro de España, y la izquierda que reclama la separación completa de Madrid “y de la opresión borbónica”- hayan ido paulatinamente socavado el apoyo hegemónico que el PNV lograba recoger, tanto en las cuatro décadas de la tiranía del Caudillo como en la transición constitucional hacia la monarquía parlamentaria.
Esa representación “natural” del principal partido nacionalista tuvo un paréntesis de tres años, el de la legislatura presidida por el socialista Patxi López, que acaba de terminar.
A mediados de 2009, cuando un socialista, que además portaba un apellido tan poco identificado con la ortografía de los nombres vascongados como López, se convirtió en el cuarto “lehendakari”, los analistas de la cuestión vasca, siempre tan compleja, anunciaron la emergencia de una nueva época: por primera vez en la historia democrática un candidato no nacionalista llegaba al palacio de Ajuria Enea, mediante la alquimia parlamentaria de sumar los 25 votos de los diputados del Partido Socialista de Euskadi (PSE) a los 13 votos del conservador Partido Popular (PP) -que por entonces era la oposición al gobierno de José Luís Rodríguez Zapatero en Madrid-, y un voto del nuevo partido Unión, Progreso y Democracia (UPyD), de la ex socialista Rosa Díez. Con esta alianza, López tuvo la mayoría para desplazar, por primera vez, al hegemónico PNV.
Pero esa alianza de gentes e ideas tan disímiles terminó haciendo agua a poco de arrancar. La gobernabilidad y la paz, que habían sido las principales promesas de Patxi López en el discurso de investidura, fueron ítems de negociación permanente sin que se arribara nunca a un acuerdo permanente. Y la paz política terminó llegando más por una decisión de ETA de colgar las armas, que por las gestiones en ese sentido desde Ajuria Enea.
Lo novedoso de la experiencia de Patxi López, para estos analistas, radicaba en la separación entre tradición y política. El nacionalismo vasco es profundamente identitario, conservador, muy cercano a la Iglesia católica (y, más específicamente, al discurso de los obispos vascos, que respaldan y retroalimentan al propio nacionalismo), y a la historia mítica de la “diferenciación” de Euskadi (trasciende el folklore la insistencia en marcar que han sido uno de los pocos pueblos europeos no romanizados: ¡ni los centuriones romanos lograron traspasar las montañas vascongadas!) López, en cambio, tomó posesión como un presidente laico y moderno, no juró sobre la Biblia ni hubo en el acto ningún crucifijo sobre la mesa, sino que prometió el cargo sobre un ejemplar del Estatuto de Gernika, el histórico documento rubricado en 1979 por las fuerzas democráticas, donde se reafirma la unidad de todos los vascos tras una concepción representativa y plural como forma de gobierno.
EL HUESITO EN LA NUCA
Las expectativas generadas por la asunción simbólica de la modernidad en Euskadi de la mano de la alianza de partidos no nacionalistas, sin embargo, ha terminado en aguas de borrajas. Los objetivos ideológicos del imaginario de un País Vasco asociado al Estado español no han calado, y los hechos concretos del mejoramiento de la vida cotidiana de los vascos -en especial una reformulación de los presupuestos y en la distribución de los impuestos con Madrid- tampoco. Patxi López se ha visto en la encrucijada de tener que convocar a elecciones anticipadas sin agotar los cuatro años de su legislatura, y como resultado de ellas, volver a entregar el palacio de Ajuria Enea a sus ocupantes habituales: el Partido Nacionalista Vasco, encabezado en estos tiempos por el joven Íñigo Urkullu.
El nuevo “lehendakari”, en el breve discurso de investidura de ayer en la cámara autonómica, ha asegurado que se esforzará en conseguir “la paz y el autogobierno”, casi las mismas palabras que Patxi López hace tres años. Y se notaba, en esas palabras, que empezar una acción de gobierno con el menor apoyo parlamentario jamás conocido (sólo lo votaron los diputados del PNV) y con el marco de la crisis económica regional y europea anotada al comienzo no era precisamente su escenario esperado. Por ello, Urkullu ha dibujado su futura administración a través de la renovación de tres “pactos de Estado”: salir juntos de la crisis; consolidar juntos el fin de ETA; y encarar juntos la reforma del Estatuto Autonómico de 1979 para ganar espacios (sin llegar al planteo de nuevas quimeras independentistas, que ya hundieron en su momento al gobierno de Juan José Ibarretxe) ante el gobierno central de Madrid.
En frente, en todo caso, no tendrá que lidiar tanto con la bancada socialista, que sale muy debilitada tras la debacle de la presidencia de Patxi López, pero sí con la fortalecida representación de EH-Bildu, el brazo institucionalizado de la ETA desarmada.
Laura Mintegi, la líder de la izquierda “abertzale” pro-etarra, rayó la cancha en la misma sesión de investidura en que anunció que no votarían por Urkullu sino por ella misma: el discurso independentista y el modelo soberanista, dijo, están en condiciones de aportar soluciones válidas a la crisis y armar un nuevo escenario político, social y económico que rompa con la “dependencia” y la “opresión” del Estado español. Un guión que sigue al detalle las palabras que ETA viene repitiendo desde hace cuarenta años.
Los vascos, dicen Mintegi y los “abertzales”, son efectivamente distintos. Tan distintos que hasta tienen un hueso más que el resto de los mortales, un huesito que sobresale en la nuca. Y esa diferenciación tiene que tener un correlato político, en la forma de un Estado propio: una “Euskal Herria independiente y socialista”.
Íñigo Urkullu recupera el gobierno vasco para el PNV, pero la legislatura que le espera será más difícil que ninguna de las precedentes. La paz vasca sigue siendo una obra en construcción.
Twitter: @nspecchia
por Nelson G. Specchia
Después de un interregno político que tuvo mucho de artificial, el Partido Nacionalista Vasco (PNV) ha vuelto esta semana a hacerse cargo del gobierno de la comunidad autónoma más rebelde de España, que se llama a sí misma “País Vasco”.
Las características de este retorno lo alejan de todo lo conocido hasta ahora desde la vuelta de la democracia tras la transición posfranquista: la crisis internacional mantiene al gobierno central de Madrid contra las cuerdas, literalmente; los ajustes económicos estructurales impulsados por las instituciones europeas y por el liderazgo continental conservador de la Canciller alemana Ángela Merkel dejan márgenes estrechísimos de acción para las iniciativas heterodoxas; la difícil situación de los bancos y del sector inmobiliario han conducido a unos desalojos, desahucios y expulsiones de familias de departamentos comprados en cuotas o alquilados, que han provocado la desesperada salida del suicidio de algunos ocupantes que han preferido la muerte antes que quedar desamparados y en la calle, como en las épocas más negras de la Dictadura.
Pero, de todo el complejo menú de condicionantes estatales, regionales y europeos, la constitución del nuevo gobierno vasco se ha dado en una coyuntura inédita de la historia local contemporánea: la ausencia de la amenaza terrorista de ETA y su paulatina incorporación a la vida institucional a través de un partido político aceptado legalmente: Euskal Herria-Bildu (EH-Bildu).
En este marco, Íñigo Urkullu Rentería, de 51 años, ha sido proclamado por la Cámara autonómica como “lehendakari”, el quinto presidente regional de la democracia. Pero esos condicionantes que anotábamos no solamente han calado hondo en el resultado electoral y en el retorno del histórico partido nacionalista, sino que también incidirán en el margen de maniobra del nuevo Ejecutivo; en su relación con el independentismo de la ETA transformada en partido; en sus relaciones con el otro autonomismo fuerte de la península (el catalán, con el presidente Artur Mas jugándose un referéndum independentista en los próximos meses); en las conexiones con lo que vaya a terminar haciendo Escocia, en su plan separatista de la corona británica y, quizás el punto más importante de la agenda de la nueva administración, cómo gerenciar la transición hacia la paz política, sin que queden peligrosas humillaciones en el camino, después de tan largas décadas de una vida institucional que sobrevivía a la sombra de las armas terroristas.
EL DESLIZ SOCIALISTA
Urkullu, el quinto “lehendakari”, vuelve, en todo caso, a poner las cosas en su sitio: el PNV ha sido históricamente el representante de las mayorías en Euskadi, aunque las divisiones en el seno de la familia nacionalista -entre la derecha, los que opinan que hay que permanecer dentro de España, y la izquierda que reclama la separación completa de Madrid “y de la opresión borbónica”- hayan ido paulatinamente socavado el apoyo hegemónico que el PNV lograba recoger, tanto en las cuatro décadas de la tiranía del Caudillo como en la transición constitucional hacia la monarquía parlamentaria.
Esa representación “natural” del principal partido nacionalista tuvo un paréntesis de tres años, el de la legislatura presidida por el socialista Patxi López, que acaba de terminar.
A mediados de 2009, cuando un socialista, que además portaba un apellido tan poco identificado con la ortografía de los nombres vascongados como López, se convirtió en el cuarto “lehendakari”, los analistas de la cuestión vasca, siempre tan compleja, anunciaron la emergencia de una nueva época: por primera vez en la historia democrática un candidato no nacionalista llegaba al palacio de Ajuria Enea, mediante la alquimia parlamentaria de sumar los 25 votos de los diputados del Partido Socialista de Euskadi (PSE) a los 13 votos del conservador Partido Popular (PP) -que por entonces era la oposición al gobierno de José Luís Rodríguez Zapatero en Madrid-, y un voto del nuevo partido Unión, Progreso y Democracia (UPyD), de la ex socialista Rosa Díez. Con esta alianza, López tuvo la mayoría para desplazar, por primera vez, al hegemónico PNV.
Pero esa alianza de gentes e ideas tan disímiles terminó haciendo agua a poco de arrancar. La gobernabilidad y la paz, que habían sido las principales promesas de Patxi López en el discurso de investidura, fueron ítems de negociación permanente sin que se arribara nunca a un acuerdo permanente. Y la paz política terminó llegando más por una decisión de ETA de colgar las armas, que por las gestiones en ese sentido desde Ajuria Enea.
Lo novedoso de la experiencia de Patxi López, para estos analistas, radicaba en la separación entre tradición y política. El nacionalismo vasco es profundamente identitario, conservador, muy cercano a la Iglesia católica (y, más específicamente, al discurso de los obispos vascos, que respaldan y retroalimentan al propio nacionalismo), y a la historia mítica de la “diferenciación” de Euskadi (trasciende el folklore la insistencia en marcar que han sido uno de los pocos pueblos europeos no romanizados: ¡ni los centuriones romanos lograron traspasar las montañas vascongadas!) López, en cambio, tomó posesión como un presidente laico y moderno, no juró sobre la Biblia ni hubo en el acto ningún crucifijo sobre la mesa, sino que prometió el cargo sobre un ejemplar del Estatuto de Gernika, el histórico documento rubricado en 1979 por las fuerzas democráticas, donde se reafirma la unidad de todos los vascos tras una concepción representativa y plural como forma de gobierno.
EL HUESITO EN LA NUCA
Las expectativas generadas por la asunción simbólica de la modernidad en Euskadi de la mano de la alianza de partidos no nacionalistas, sin embargo, ha terminado en aguas de borrajas. Los objetivos ideológicos del imaginario de un País Vasco asociado al Estado español no han calado, y los hechos concretos del mejoramiento de la vida cotidiana de los vascos -en especial una reformulación de los presupuestos y en la distribución de los impuestos con Madrid- tampoco. Patxi López se ha visto en la encrucijada de tener que convocar a elecciones anticipadas sin agotar los cuatro años de su legislatura, y como resultado de ellas, volver a entregar el palacio de Ajuria Enea a sus ocupantes habituales: el Partido Nacionalista Vasco, encabezado en estos tiempos por el joven Íñigo Urkullu.
El nuevo “lehendakari”, en el breve discurso de investidura de ayer en la cámara autonómica, ha asegurado que se esforzará en conseguir “la paz y el autogobierno”, casi las mismas palabras que Patxi López hace tres años. Y se notaba, en esas palabras, que empezar una acción de gobierno con el menor apoyo parlamentario jamás conocido (sólo lo votaron los diputados del PNV) y con el marco de la crisis económica regional y europea anotada al comienzo no era precisamente su escenario esperado. Por ello, Urkullu ha dibujado su futura administración a través de la renovación de tres “pactos de Estado”: salir juntos de la crisis; consolidar juntos el fin de ETA; y encarar juntos la reforma del Estatuto Autonómico de 1979 para ganar espacios (sin llegar al planteo de nuevas quimeras independentistas, que ya hundieron en su momento al gobierno de Juan José Ibarretxe) ante el gobierno central de Madrid.
En frente, en todo caso, no tendrá que lidiar tanto con la bancada socialista, que sale muy debilitada tras la debacle de la presidencia de Patxi López, pero sí con la fortalecida representación de EH-Bildu, el brazo institucionalizado de la ETA desarmada.
Laura Mintegi, la líder de la izquierda “abertzale” pro-etarra, rayó la cancha en la misma sesión de investidura en que anunció que no votarían por Urkullu sino por ella misma: el discurso independentista y el modelo soberanista, dijo, están en condiciones de aportar soluciones válidas a la crisis y armar un nuevo escenario político, social y económico que rompa con la “dependencia” y la “opresión” del Estado español. Un guión que sigue al detalle las palabras que ETA viene repitiendo desde hace cuarenta años.
Los vascos, dicen Mintegi y los “abertzales”, son efectivamente distintos. Tan distintos que hasta tienen un hueso más que el resto de los mortales, un huesito que sobresale en la nuca. Y esa diferenciación tiene que tener un correlato político, en la forma de un Estado propio: una “Euskal Herria independiente y socialista”.
Íñigo Urkullu recupera el gobierno vasco para el PNV, pero la legislatura que le espera será más difícil que ninguna de las precedentes. La paz vasca sigue siendo una obra en construcción.
Twitter: @nspecchia