miércoles, 13 de febrero de 2013

El adiós de un hombre honesto (13 02 13)

La Voz del Interior – miércoles 13 de febrero, 2013  

El adiós de un hombre honesto

por Nelson Gustavo Specchia


Politólogo. Profesor de Política Internacional (UCC y UTN Córdoba)
Twitter:  @nspecchia






Pocas veces coincidí con las políticas del papado de Joseph Ratzinger. Su elección significó una victoria de los sectores más conservadores de la jerarquía eclesial, y sus largos años al frente de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe no auguraron un período de apertura y diálogo –que considero que son las dos estrategias más urgentes que requiere la Iglesia- sino, por el contrario, una vuelta de tuerca sobre la ortodoxia y la inflexibilidad del dogma.

UN PASTOR ALEMÁN

Efectivamente, el reinado de este papa que eligió llamarse Benedicto fueron unos años donde se profundizó el statu quo, una visión elitista y cerrada en la doctrina, al tiempo que el pontífice se negaba –aunque él mismo admitiera que no tenía auténticas razones para ello- a discutir el sacerdocio femenino. O volvía a apelar al discurso eclesial tradicional para hacer frente a temas sociales ya ineludibles, como el matrimonio igualitario, la incorporación de los divorciados y divorciadas a la vida de la comunidad católica, la homosexualidad, el aborto, el uso de preservativos y la eutanasia.

En ambos campos, en el de la teología y en el de la doctrina social, Ratzinger siguió siendo, como papa, lo que había sido como Cardenal Prefecto de la comisión vaticana que vela por la pureza de los dogmas: un conservador. Además, como dice el teólogo brasileño Leonardo Boff, Benedicto XVI mantuvo una doble vara para medir los movimientos al interior de la Iglesia: con una vara corta e indulgente reincorporó a los lefevrianos integristas, a quienes había excomulgado su predecesor, el papa Wojtila, que no hacía precisamente alarde de progresismo. Y mantuvo otro vara, larga y rígida, para azotar los intentos del Tercer Mundo de vivir una Iglesia más cercana a la gente de a pie y a sus problemas cotidianos.

ENTRE LOBOS

Pero, dejando expresa esta opinión crítica, también es justo reconocer en este papa que se va tan tristemente, un costado real y admirable: entre tanta corrupción, ambiciones desbocadas y circo vaciado de contenido, Joseph Ratzinger ha sido un hombre honesto.

Como intelectual y estudioso reconoció el corazón del problema: la Iglesia atraviesa una crisis que pone a la institución en riesgo de continuidad. Y una parte importante de esa crisis está en Roma, un nido de negociados turbios y tráfico de influencias. Debe reconocérsele que como jefe de Estado (es papa porque es Obispo de Roma, y por eso, formalmente, soberano absoluto de ese Estado minúsculo llamado Ciudad del Vaticano), intentó aplicar políticas que modificaran el rumbo crítico.

Y fracasó. La curia vaticana, ese entramado de “laicos negros”, sacerdotes que nunca pisaron una parroquia, monseñores (un título honorífico), obispos, arzobispos, patriarcas, primados y cardenales, se lo impidió, porque esa es su razón de ser y su garantía de permanencia. La curia es una gran máquina de impedir.

PALABRAS SUAVES, HIERROS DUROS

Cuando Juan XXIII decidió llamar al Concilio, en los años ’60, para “aggiornar” la Iglesia a unos tiempos modernos que la habían dejado muy atrás, maduró en secreto su idea, no se la comunicó ni a los íntimos, y lanzó sorpresivamente la convocatoria en un discurso público general; sabía que si se filtraba, la curia frenaría la iniciativa y haría imposible el Concilio.

Benedicto XVI no tuvo la astucia de aquel gordo italiano, el papa Roncalli, no logró esquivar a la máquina burocrático-administrativa y ésta terminó por engullirlo. Quiso hacer frente al agujero negro de los bancos que hacen pingües negocios financieros e inmobiliarios con el paraguas vaticano, y no pudo. Quiso abrir el humillante capítulo de las vejaciones y los abusos a niños por parte del clero –que se taparon durante años por órdenes de Juan Pablo II- y la curia fue licuando esas iniciativas hasta que apenas quedaban hilachas. Y cuando vio que era inútil, que no tendría las fuerzas suficientes para enfrentarse a la curia, prefirió la salida de un hombre honesto y renunció.

En estos años el papa Ratzinger ha tenido que soportar los embates internos que en Roma se saldan a golpes de hierro, aunque públicamente un discurso melifluo lo empalague todo con apelaciones a la caridad, a la concordia y a la santidad. Un prelado siciliano llegó a decir en público que había un plan para asesinar al papa; y todo el escándalo del mayordomo permite dimensionar hasta qué punto el pontífice era un hombre espiado y controlado hasta en sus papeles más íntimos.

Ahora, al ver el video de su renuncia, yo me inclino a aceptar sus explicaciones y se las creo, porque son las palabras de un hombre honesto. Habla en latín con total fluidez, pero apenas se lo escucha, un hilo de voz sin matices ni modulación, los ojos bajos, dice que no tiene más fuerzas para hacer la tarea. Para quien quiera escucharlo, dice que no se va porque quiera, sino porque no lo dejan quedarse.

Aunque durante 600 años no han escuchado una renuncia, las sotanas que lo rodean no se inmutan con sus palabras. Apenas termina de leer las dos carillas, una sotana púrpura le aparta el micrófono, otra sotana blanca le saca los papeles de las manos, otra más le quita los lentes. Él ni se ha movido, los deja hacer, la mirada perdida en el vacío. Es difícil imaginar a un hombre más sólo.



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