El circo del grillo
por
Nelson Gustavo Specchia
Politólogo. Profesor de Política Internacional (UCC y
UTN Córdoba)
Twitter:
@nspecchia
El
insólito triunfador de las elecciones italianas, Giuseppe –Beppe- Grillo, asegura
que Italia colapsará. Y sacó la cuenta de cuánto tiempo resta para ese punto de
no retorno: seis meses. Más allá de los enconos discursivos, nadie cuestionó la
afirmación del ex payaso. Esta vez habla en serio.
Polvos de aquel barro
Sin
embargo, la estructura institucional armada tras la posguerra, con la Constitución de 1948
que mandó al exilio al rey y estableció la república parlamentaria, fue uno de
los sistemas políticos más sólidos y modernos. Generó un bipartidismo firme,
con la centroderecha de la Democracia Cristiana y dos opciones a la
izquierda, el socialismo y el comunismo. Siguiendo una tradición romana, los
democristianos se aprovecharon de la poderosa influencia social de la iglesia
católica en la Italia
profunda; mientras la centroizquierda participaba en la construcción de la
socialdemocracia europea. El Partido Comunista Italiano, mientras tanto, llegó
a ser la fuerza leninista más grande del mundo fuera de la Unión Soviética.
Esta
arquitectura, con partidos sólidos e ideológicos, ofrecía opciones electorales diferenciadas;
su caudal de adherentes generaba mayorías legislativas y éstas canales reales
de acceso al poder. O sea, prácticamente un sistema de manual, una arquitectura
óptima para dar estabilidad a una vida política tan agitada y convulsa como la
italiana.
Pero esa
fórmula de manual de la modernidad comenzó a hacer agua por los extremos en los
años finales del siglo 20. La larga hegemonía de los democristianos fue introduciendo
la mala hierba de la corrupción en los pasillos del poder (que, por otra parte,
se mezclaban cada vez más con la “nobleza negra” de los laicos de la curia y las
finanzas vaticanas). Giulio Andreotti fue una expresión de esa decadencia.
Por el costado
izquierdo, los revolucionarios no se recuperaron de la aventura sanguinaria de
las Brigadas Rojas tras el asesinato de Aldo Moro. Las investigaciones
judiciales que empujaron al exilio en África de Bettino Craxi, mostraron que
tampoco los socialistas eran inmunes a la marea de corrupción. Y hacia los
noventa, la disolución de la
Unión Soviética aceleró el fin del eurocomunismo y la
reconversión del PCI en una fuerza centrista.
Aquel
armado de un sistema de manual entró en una espiral crítica que recién ahora
llega a sus últimas consecuencias: los bordes marcados de los partidos y las confrontaciones
ideológicas que ofrecían –como quería Pascal- opciones claras y distintas,
dejaron lugar a una constelación numerosa de pequeños partidos sin diferencias
reales entre ellos. Y la confusión abrió la brecha por la que se coló el
fenómeno que ha caracterizado la política italiana desde el cambio de siglo: el
populismo desideologizado.
La ópera debe continuar
La buena
salud de un sistema, como lo explica el profesor Ernesto Laclau, requiere asumir
la existencia del conflicto. Las llamadas al consenso, tan biensonantes como
superficiales, atentan contra uno de los elementales principios democráticos: el
de la libre elección. Para que un ciudadano pueda ejercer su derecho a elegir,
la oferta electoral debe presentarle opciones sustantivamente diferentes, que
confronten entre sí y tengan posibilidades reales de acceso al poder.
La
fragmentación italiana, por el contrario, fue diluyendo esos bordes y
mimetizando las fuerzas. El gran hacedor –y el principal beneficiario- de esa
desarticulación fue Silvio Berlusconi, que desde 2001, en presencia o entre
bambalinas, mueve los hilos del poder en Roma.
Hasta las
elecciones pasadas, aquella arquitectura bipartidista había logrado sobrevivir
en la península. El magma de partidos de derecha que aglutina Berlusconi en
torno a su figura (a pesar de la catarata de juicios, incluyendo la
prostitución de menores), y los antiguos comunistas y socialdemócratas
reconvertidos ahora en el Partido Democrático, sumaron entre ambos las preferencias
de las tres cuartas partes del padrón. Pero en estas elecciones, ese porcentaje
cayó a menos del 50% de italianos.
De esta
manera, Pier Luigi Bersani y el incombustible Berlusconi se enfrentan por
primera vez en la historia moderna de Italia al armado de un gobierno sin una
arquitectura bipartidista.
El culpable es el payaso
El
bipartidismo se quebró porque llegó Beppe Grillo, y dijo en voz alta lo que
muchos pensaban: que no es la crisis económica europea la responsable de los
males italianos, sino el propio sistema el que está podrido por dentro.
Su
apolítico y antieuropeo “Movimiento 5 Estrellas” fue
el partido individual más votado, con un cuarto del total del padrón. El circo
de Grillo viene a generar un “tripartidismo” inédito y del todo inviable. Esta
situación a tres bandas exigiría que dos se alíen contra el tercero, pero
¿cuáles dos?
A Berlusconi los otros le huyen como a la peste; al izquierdista
Bersani ni Grillo ni “Il Cavaliere” lo saludan siquiera; y al ex payaso los
otros dos lo ningunean. Pero sin embargo es el nuevo “hacedor de reyes”, como
dicen en Roma. Y si es preocupante su rechazo a la política y a la ideología,
los datos cualitativos de quiénes son los que lo apoyan son aún más preocupantes:
las mujeres, los jóvenes, los desocupados, los estudiantes universitarios, los
profesionales.
Tiene razón Beppe Grillo: el sistema se dirige al colapso. Y sabe
por qué: porque ya nadie cree en él.