sábado, 20 de abril de 2013

Maggie, la malvada (19 04 13)

HOY DÍA CÓRDOBA - columna "Periscopio" - viernes 19 de abril de 2013


Maggie, la malvada


por Nelson G. Specchia

Esta semana, finalmente, enterraron a Margaret Thatcher, y su polémico funeral se constituyó en la última provocación política de una mujer que fue clave en la historia contemporánea de Occidente, tanto para el Norte desarrollado como para el periférico Sur -y para Argentina, con especial y doloroso énfasis-.






Las portadas de los diarios británicos de ayer se disputaron la foto más espectacular. En todos ellos el féretro de madera cubierto por una enorme bandera imperial (la "Union Jack" roja con las tres cruces: la de san Jorge, por Inglaterra; la de san Andrés, por Escocia; la de san Patricio, por Irlanda) ocupó la integridad de las tapas. Los diarios asumen que presentan una edición histórica, que será para muchos un ejemplar de colección. Ese tratamiento de la prensa escrita permite dimensionar hasta qué punto la persona de Margaret Thatcher, casi un cuarto de siglo después de dejar el poder, sigue gravitando en la sociedad política y en la cultura popular.

Su muerte constituye también una oportunidad para revisar la vigencia de los valores que la llevaron a ocupar la primera línea del poder durante toda una década -los '80- y las maneras en que ese conjunto de ideas se proyecta hasta hoy. Thatcher significó una refundación del conservadurismo, el más serio cuestionamiento al proyecto de integración europea, y el inicio del desmembramiento del keynesiano Estado de Bienestar (al que termina de sepultar la actual crisis económica).

Pero, por sobre todas estas características, Thatcher reivindicó el orgullo de ser egoísta: la clave de bóveda del liberalismo. Ser de derecha era un lastre en un contexto internacional que intentaba superar las largas décadas de división bipolar al que lo había llevado la Guerra Fría; en el que había llegado a imponerse una cultura de solidaridad social como la estrategia políticamente correcta; donde el Tercer Mundo bregaba por superar, mediante el acercamiento entre los pobres, la marginación al que lo había desplazado una lógica de grandes potencias; y donde los trabajadores y obreros occidentales habían alcanzado más derechos y resguardos de los que habían tenido jamás en la historia de la humanidad.

Las ideologías conservadoras, siempre envueltas en el papel higiénico del liberalismo, se disimulaban a medias y a medias se ocultaban. No había, en un entorno de fachadas solidarias y discursos públicos asistencialistas, espacio para ventilar programas hobbesianos de que el hombre es un lobo para el hombre y que esa lucha es beneficiosa a largo plazo porque prevalecen los más fuertes. No había espacio, hasta que llegó Thatcher. Ella, su peinado fijo a fuerza de spray, su eterna cartera negra y su mirada de hielo llegaron a la primera línea del poder mundial para devolverle a la derecha el orgullo de ser lo que es: una concepción egoísta e individualista de la vida en sociedad. Con Margaret, a la que le encantaba el apodo de "Dama de Hierro" que le habían puesto los soviéticos, se acabaron los complejos.

¡Devuélvanme mi dinero!

Y esa vuelta de rosca a un liberalismo muy siglo XIX y que muchos habían dado por superado, se expresó a nivel público en la economía y en el giro del rol del Estado respecto del mundo del trabajo. Se ha intentado sintetizar el ideario de la ex mandataria en una media docena de conceptos: absolutismo moral; libertad de mercados; retracción del Estado y privatización de servicios; reducción del gasto público al mínimo; disminución de impuestos; y nacionalismo retórico.

A nivel simbólico, quedarán para la historia los golpes de Maggie sobre la mesa de negociaciones de la Unión Europea, la melena fija de spray y la cartera apretada en la axila izquierda: "I want my money back!" fue la máxima expresión del euroescepticismo, y en la práctica implicó una cuña en el proceso de integración que llega hasta la actualidad.

Y no sólo en Europa. La refundación conservadora de Thatcher, junto al apoyo sin fisuras de la Administración norteamericana de Ronald Reagan, configuraron un núcleo de factores (los denominados "thatcherismo" en Europa y "reaganomics" en Estados Unidos) que intentaron modelar el mundo de fines del siglo XX. Y que, en gran medida, lo lograron.

Para aquella derecha, que vivía parcialmente oculta desde el consenso de la posguerra y llena de complejos en un entorno socialdemócrata, el legado del thatcherismo fue una victoria en todos los frentes: en el ideológico con el Partido Laborista; en el económico con el achicamiento del gasto público y la clausura de los sectores industriales deficitarios; en el político con la revalorización de Gran Bretaña como potencia internacional; e inclusive en el estratégico militar, con la victoria en la guerra de las Islas Malvinas contra la Dictadura argentina.

Ciudades fantasmas

Pero esta visión, dura e idílica al mismo tiempo, es contestada desde el propio interior de la politología inglesa. Las perspectivas británicas más revisionistas evalúan la década de gobierno de la Dama de Hierro y el legado thatcherista como una auténtica "catástrofe nacional", que generó una división del cuerpo social y político en las Islas y condiciona las actuales estrategias de salida de la crisis económica.

Porque el thatcherismo, con su apuesta fortísima por el libre mercado, aniquiló una parte sustantiva de la base industrial y productiva de la Gran Bretaña, para favorecer, en su lugar, el desarrollo de un sector financiero desregulado en la City londinense. Con la lógica de "inactividad económica" (o sea, poco rentables a nivel de mercado libre), se eliminaron millones de puestos de trabajo industriales y extractivos (los mineros de Gales fue el caso paradigmático), y se expulsó a generaciones enteras a la desocupación estructural. Simultáneamente, el achicamiento de las políticas sociales de un Estado en permanente reducción quitaba herramientas para atender a esta nueva realidad. Como consecuencia de ese cruce, poblaciones enteras -desde pequeñas aldeas mineras hasta grandes ciudades siderúrgicas- quedaron en el limbo: no desaparecieron, pero tampoco tuvieron razones -ni dinero- para seguir existiendo.

Y después de su paso por Downing Street, la ausencia de balances y rectificaciones de aquella avalancha conservadora ha transformado el sistema social británico: de ser uno de los países más igualitarios de Europa, hoy encabeza la lista de los más desiguales.

Porque la profundidad de aquella refundación conservadora fue tan grande, que inclusive impregnó a la oposición, como mencionábamos arriba. Cuando el Laborismo logró desplazar al poder "tory", ya tampoco él era el mismo; y su carismático jefe, Tony Blair, mantuvo muchas de las políticas implantadas por Maggie, la malvada.

Inclusive se intenta hoy resignificar la personalidad de la ex primera ministra, como pudo verse en la (mala) película donde la actriz Meryl Streep la encarnó de una manera brillante: se la presenta como una viejita buena, querible, que tuvo que tomar decisiones drásticas obligada por el viento de la historia, pero cuyos propósitos fueron siempre buenos y loables.         

Mirada imperial

Margaret Thatcher, sin embargo, no podrá pasar tan sencillamente a la historia de los grandes estadistas, por mucho que se intente maquillar -desde el cine, desde la televisión o desde las hagiografías escritas a medida- su personalidad y su figura. Han sido demasiadas divisiones, demasiada violencia estructural, y los testimonios calificados en su contra son también demasiados. Hasta su mismo funeral levantó oleadas de críticas en la intelectualidad británica.

Maggie, en definitiva, cimentó toda su carrera en concepciones excluyentes (especialmente de los moderados de su propio partido, y de todos los "otros": de los pobres, de los trabajadores, de los negros, de los mineros, de los vietnamitas...); denunció a Nelson Mandela como terrorista y lanzó la policía militar contra las comunidades de negros en Londres; a pesar de haber sido la primera mujer que llegaba a conducir el Partido Conservador, a la oposición en el Parlamento, y luego a la primera magistratura británica, las feministas la detestan por sus posiciones trogloditas respecto a los avances de género; restableció privilegios de clase; capitaneó una guerra colonialista en el Atlántico Sur, mandó hundir criminalmente al crucero "General Belgrano" fuera de la zona de exclusión, y se alió por esa guerra con la dictadura fascista chilena del general Augusto Pinochet, amistad que conservó hasta sus últimos días. Una mirada dura sobre el hombre y sobre el mundo. Ya lo decía François Mitterrand: "tiene la boca de Marilyn, pero los ojos de Calígula". 

En fin, demasiado sufrimiento infligido a demasiadas personas. Y no hay marketing político póstumo que pueda obviar eso.





Twitter: @nspecchia