Columna Periscopio –
Magazine – HOY DÍA CÓRDOBA – Viernes 10 de mayo de 2013
Las
mujeres en la “primavera árabe”
por Nelson Gustavo Specchia
Los
procesos de transformación social y política que por facilidad se engloban bajo
el nombre de “primavera árabe” supusieron un soplo de esperanza de las
dimensiones de una tormenta del desierto. Transcurridos dos años largos de ese
movimiento popular que cruzó el borde sur del Mediterráneo, hay claros y
oscuros. Y en una evaluación cualitativa, parecen imponerse estos últimos a los
grados efectivos de avance democrático y de derechos civiles y políticos.
Para una evaluación así, conviene
centrar la mirada en los grupos más débiles, que coinciden –y no por
casualidad- con los agregados sociales que más tenían para ganar con la llegada
de aquellos vientos primaverales. Entre estos grupos, las mujeres ocupan un
lugar destacado.
Histórica postergación
Histórica postergación
Que la mujer ha sido uno de los
colectivos más postergados en el mundo árabe es una idea generalizada en
Occidente. Pero deben hacerse algunas precisiones, tanto a nivel social como
cultural.
Desde Estados Unidos y desde Europa
es común ver a la cultura musulmana, “ethos” unificador de aquello que
designamos como mundo árabe, como algo homogéneo cuando, en realidad, es de una
diversidad muy alta. La cultura musulmana es el producto de la difusión del
islam, una fuerte y veloz avanzada socio-religiosa que ya suma quince siglos.
Iniciada en el corazón de la Península Arábiga, una corriente se proyectó hacia
el Oriente, llegando hasta Indonesia; y otra hacia África, tanto en la costa
mediterránea (el Magreb) como por las llanuras subsaharianas (el Sahel). Pero
ese mensaje socio-religioso fue mixturándose con el substrato cultural local,
con las costumbres y tradiciones preislámicas, sobre las cuales se impuso el
idioma común, que vehiculizaba la expansión.
Como resultado de ese proceso
secular, la cultura musulmana es diferente según los países, regiones y
tradiciones donde terminó injertándose el islam. Por su parte, la cultura árabe
designa a los pueblos que comparten el lazo común del idioma sobre el que se
montó la arabización, aunque no siempre implicara también la islamización. Por
caso, los árabes representan menos del 20 por ciento del mundo musulmán, y
entre ellos hay muchos árabes de tradición religiosa cristiana e inclusive una
minoría de árabes de religión judía.
Dando un paso más en el desglose,
puede observarse que dentro de esa cultura árabe coexisten subculturas muy
distintas y distantes entre sí: un primer grupo se ubica en la Península
Arábiga y el Golfo Pérsico; un segundo en Oriente Medio (y dentro de él,
diferencias entre la cultura palestina, la libanesa o la siria); y un tercer
gran grupo en la orilla sur del Mediterráneo (Marruecos, el antiguo Sahara
Español, Argelia, Túnez, Libia y Egipto) y en el Sahel.
Y aún dentro de ellas el panorama
cultural sigue complejizándose: por ejemplo, al interior de Marruecos conviven
al menos seis familias culturales con especificidades propias: los bereberes
que hablan su propio idioma preárabe; la cultura tuáreg del Sahara; la árabe
que llegó desde Arabia y Yemen con la corriente islamizadora; una tradición
andaluza y una judía (que vienen de la época de la Reconquista y la “expulsión
de lo moros y judíos” del reino de Granada, que mantienen un idioma español
medieval, el “ladino”); y finalmente una cultura mediterránea.
Para no sobreabundar, y porque no es
el objetivo de este artículo, sólo digamos que también, y en paralelo al
“ethos” árabe-musulmán, conviven otros agregados musulmanes no árabes, como las
tradiciones de Turquía; la islámica persa de Irán; las asiáticas de Indonesia,
Pakistán, Malasia, India, Bangladesh y Afganistán; los núcleos culturales de
las ex repúblicas soviéticas (como la rebelde Chechenia); y, finalmente, la
cultura musulmana de Europa, en los Balcanes (porque también hay musulmanes
europeos, aunque a algún papa católico se le olvide cuando pide declarar la
“base cristiana fundacional” de Europa).
Y en este mosaico inmenso y complejo,
hay una nota común, que cruza transversalmente las diferentes realidades
culturales: en todas ellas, aunque en diferentes grados, la mujer ocupa un
lugar subordinado al varón.
Los especialistas en mundo árabe, sin
embargo, se ocupan de remarcar que no hay nada en el islam, ni en el Corán ni
en la tradición del profeta Mahoma que justifique el menor prejuicio o
desvalorización hacia la mujer. Debe colegirse, por ello, que esa situación de
humillación, opresión y hasta de tiranía hacia la mujer tiene que ver con otros
factores concomitantes al “ethos” cultural y religioso.
Promesas primaverales
Promesas primaverales
Y ellas encontraron en la “primavera
árabe” un resquicio por el cual colarse para intentar revertir esa postración
injustificada. Si bien la primera ficha del dominó que comenzó a tirar uno tras
otro los regímenes autocráticos de la costa mediterránea cayó en Túnez, cuando
el ingeniero informático –y obligado vendedor de frutas- Mohammed Buazizi se
inmoló prendiéndose fuego ante el avasallamiento policial, el movimiento de la
zona cobró auténtica fuerza al impactar en Egipto, la potencia regional.
En la “primavera árabe” egipcia, que
se corporizó en la icónica plaza cairota de Tahrir, las mujeres participaron
codo a codo con los hombres. El enemigo era el mismo: el régimen dictatorial
del “rais” Hosni Mabarak; y el futuro parecía también común: una república
democrática donde los derechos civiles y políticos pudieran extenderse legítima
y legalmente.
Sin embargo, los dos años largos
transcurridos desde la emergencia social y emotiva de Tahrir han sido
escabrosos, y las mujeres se encuentran hoy en una situación aún más compleja y
difícil que antes de la caída del “rais”, debido al avance de los grupos
islamistas –tanto los autoproclamados “moderados”, que son la mayoría en el
gobierno conquistado en elecciones libres por los Hermanos Musulmanes- como por
los sectores radicales del salafismo.
A los Hermanos Musulmanes no se les
puede achacar falta de legitimidad en el acceso al Poder Ejecutivo de El Cairo,
así como tampoco en su insistencia en llevar adelante las medidas presentes en
su plataforma de gobierno, que fue, en definitiva, la más votada en el largo
proceso electoral. Pero es evidente que el ejercicio de ese gobierno y de ese
programa golpea de lleno en la situación de las mujeres egipcias.
Una muestra de ello fue el 25 de
enero de 2013. La que debería haber sido una gran fiesta popular para festejar
el segundo año del derrocamiento de Mubarak se convirtió en una fecha
vergonzante. La plaza Tahrir fue de pronto un lugar de iniquidad donde 19
mujeres fueron brutalmente violadas por grupos de hombres que esgrimían la
“sharia” (ley religiosa) y la tradición islámica para insultarlas, agredirlas y
desplazarlas del espacio público, al que suponen de exclusiva disponibilidad
masculina.
Inclusive el diputado Saleh al
Alhefwani, del partido gubernamental Hermanos Musulmanes y cercano al
presidente Mohammed Mursi, intentó justificar luego en el Parlamento la
barbarie sexual cometida en Tahrir: “¿Cómo quieren las mujeres que la policía
las proteja –se preguntó retóricamente el diputado en el seno de la Cámara- si
ellas mismas provocan el altercado público al mezclarse con hombres en una
concentración?”
Clima de violencia
Clima de violencia
Los substratos culturales, como hemos
mostrado, son diferentes, pero la actitud es sorprendentemente similar. Y dada
la relevancia política regional de Egipto para todo el Norte de África, es
esperable una acción mimética, de reflejo, en los países vecinos.
El ataque sexual a la mujer no tiene tanto que ver con el acoso de género, como con una voluntad política, ideológica, de cerrarle la vía de acceso al cambio que tímidamente le había abierto la “primavera árabe”. La violación no es sólo un síntoma de represión sexual y de machismo exacerbado, sino el intento de extirparlas de la vida pública, de que vuelvan a la marginación del hogar y a la cobertura del vestido que las invisibiliza inclusive cuando caminan por la calle.
El ataque sexual a la mujer no tiene tanto que ver con el acoso de género, como con una voluntad política, ideológica, de cerrarle la vía de acceso al cambio que tímidamente le había abierto la “primavera árabe”. La violación no es sólo un síntoma de represión sexual y de machismo exacerbado, sino el intento de extirparlas de la vida pública, de que vuelvan a la marginación del hogar y a la cobertura del vestido que las invisibiliza inclusive cuando caminan por la calle.
Violarlas es ultrajarlas, pero
también negarlas, marginarlas, asustarlas lo suficiente como para que no
intenten compartir la vida política, que debe seguir siendo territorio de
hombres, como lo ha sido en los últimos quince siglos.
A esta primavera le está haciendo
falta una auténtica tormenta del desierto, con vientos suficientemente fuertes
como para hacer volar los techos del integrismo y la intolerancia.
Twitter: @nspecchia
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