jueves, 1 de agosto de 2013

Detroit (29 07 13)

Carta de Miami - página 2 - Hoy Día Córdoba – lunes 29 de julio de 2013 

Detroit
por Anita Rey



Muy pocos estadounidenses podían creer que una ciudad pudiera quebrar, salvo los desesperanzados habitantes de Detroit.
El pedido de quiebra de esta gran ciudad, durante décadas símbolo del sueño americano de crecimiento sin límites traccionado por la industria (y la más icónica de todas: la automovilística) ha impactado en el ánimo social de la Nación.
Los grandes coches fabricados en Detroit fueron una marca del poderío político y del éxito individual en el país del Norte. La gran urbe industrial fue apodada “la ciudad de los coches” y fue un imán de atracción poblacional: los movimientos de migración interna, convocados por los puestos de trabajo en las fábricas de motores y autopartes, generaron la constante llegada de trabajadores.
Para mediados del siglo XX, el censo poblacional de Detroit sumaba 2.000.000 de habitantes. Hoy es casi una ciudad fantasma: sin continuidad en las casas habitadas (hay más de 80.000 construcciones abandonadas) y con apenas un 25 por ciento de aquel censo.
¿Cómo se ha llegado a ésto? ¿Puede trasladarse el “caso Detroit” a otras urbes industriales que también atraviesan por situaciones críticas? La Administración Obama intenta, con todas las herramientas del marketing político, responder a estos cuestionamientos con posturas optimistas; el esfuerzo es evidente pero los resultados magros.
Desde Washington se insiste en que el comienzo del declive tiene raíces sociales antes que económicas: en una región donde la “negritud” tuvo siempre una incidencia tan alta, las autoridades locales no pusieron el suficiente énfasis en las políticas de integración (todavía se recuerdan los disturbios raciales que estallaron en 1967 y marcaron las décadas posteriores).
A esa desidia de las políticas públicas de integración, se sumó el cambio de paradigma productivo que llegó con la globalización: uno de sus efectos fue que el auto japonés, compacto y eficiente, fuera reemplazando al gran coche americano, dilapidador de combustible, poco ecológico y caro.
La crisis económica y financiera de los últimos años vino a poner la guinda que completó el postre de la debacle: las terminales automotrices cerraron sus puertas, la desocupación trepó hasta el 20 por ciento y ese aumento de desempleados se vinculó a la crecida de los índices de criminalidad y violencia.
Entonces la alta burguesía y las clases medias comenzaron a dejar la ciudad. Este éxodo, a su vez, implicó una reducción del dinero percibido por impuestos (los que podían pagar se fueron y los que quedaron, casi la mitad por debajo de la línea de pobreza, no tienen suficiente como para abonar las tasas urbanas) y la deuda pública de Detroit comenzó a crecer. La quiebra obedece al impago de una deuda estimada en 20.000 millones de dólares.
Paradójicamente, en medio de una ciudad fantasma, casi deshabitada, sin médicos ni policías ni recolectores de basura, la declaración de quiebra es apenas un dato menor. Más importante es su inviabilidad histórica.

Y un llamado de atención para todo el cinturón industrial de los Estados Unidos.